miércoles, 18 de noviembre de 2009

Escrito del obispo en la jornada de laicos

El apostolado seglar, una responsabilidad, una necesidad,
una alegría.

jornada diocesana de laicos, Mondoñedo. 14.11.2009


Introducción: Vivimos un momento de déficit de espíritu apostólico


En los ambientes sociales donde estamos presentes habitualmente no circula de forma fresca y viva la savia de la fe. En muchas familias no se reza. Muchos compañeros de trabajo no saben si la persona que tienen al lado es cristiana o no. Hablar de Dios no es algo espontáneo y muchas veces aparecemos como cristianos que se avergüenzan de su fe. La comunicación persuasiva y contagiosa de la experiencia de Dios cuesta horrores. Se vive la fe de una forma un tanto atenazada, bloqueada…

El 98 % de los bautizados en la Iglesia católica son seglares, pero de estos sólo un promedio entre el 5 y el 15 %, participa en lo que se considera un índice necesario, pero no suficiente, de la praxis cristiana. A saber, la Misa dominical. Para muchos el bautismo ha quedado casi olvidado bajo una capa de indiferencia en medio de una sociedad descristianizada. Y de ese 10 o 15 % hay un alto porcentaje que vive la propia confesión cristiana en modo fragmentario y episódico, seleccionando arbitraria o confusamente las verdades de la doctrina y la moral de la Iglesia que desea aceptar y seguir, con poca repercusión del cristianismo en los intereses de la propia existencia.

Cuestión crucial es: si seguimos a Cristo convencidos de verdad ¿por que no buscamos invitar e implicar a otros al seguimiento de Jesucristo?

1. El apostolado seglar una responsabilidad

Las dificultades principales para nuestro compromiso apostólico no vienen de fuera, las tenemos en casa, habitan en nuestro propio corazón. ¿Cuál es la esencia, el núcleo, el cogollo del cristianismo? Benedicto XVI ha respondido a esta pregunta diciendo que el cristianismo no es, ante todo, una doctrina, una ideología, ni tampoco un conjunto de ritos o de normas morales. En su primera encíclica Deus Caritas Est enseña: “no se comienza a ser cristiano por una decisión ética o por una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (n.1). Uno es cristiano cuando le ha pasado algo. Cuando Cristo ha irrumpido en su vida como hermano, como amigo, como Hijo del Dios vivo. Cuando Cristo se ha convertido para él en el pan que sacia su hambre de verdad, en el agua viva que satisface su sed de Dios, en el vino que repara sus fuerzas y le trasmite la alegría de vivir. El cristianismo es un hecho, es un acontecimiento históricamente acaecido: el Verbo se hizo carne, el misterio ha irrumpido en la historia humana. Jesucristo ha revelado el rostro de Dios, que es amor misericordioso, y a la vez la vocación, dignidad y destino de la persona humana y de toda la creación. El designio amoroso de Dios para con los hombres es que vivamos como hijos de Dios en el Unigénito y como hermanos en el Primogénito.

El primer encuentro con Cristo que da nuevos horizontes a la vida y nos embarca en un cambio radical se puede revivir a lo largo de la vida. Con ello conseguiremos recuperar frescura en nuestra vida cristiana. Pero sobre todo está destinado a repetirse a lo largo del tiempo. Tratar con Cristo irá haciendo madurar nuestra fe en El. Dos amigos no son lo mismo el día en que se conocen y cuando pasan los años y comparten alegrías y penas, cuando pasan poco a poco de la confianza a la confidencia. Se cuentan el uno al otro lo que no contarían a nadie. Cuestión prioritaria y fundamental es que la fe comience o recomience siempre a partir del encuentro personal, excepcional y fascinante a la vez, con Jesucristo. Todos estamos llamados a vivir la fe como nuevo comienzo, como esa novedad sorprendente de vida, esplendor de verdad y promesa de felicidad, que reenvía al acontecimiento que la hace posible y fecunda. No hay otro camino que ‘recomenzar desde Cristo’, para que su presencia sea percibida, encontrada y seguida con la misma novedad y actualidad, con que lo experimentaron hace 2000 años sus primeros discípulos. Sólo en el estupor de ese encuentro mantenido en el tiempo y que supera con creces todas nuestras expectativas, encontraremos el camino para que encuentren respuesta los anhelos de verdad y felicidad de nuestro corazón.

Dios irrumpe en nuestra vida, nos ama y mirándonos con cariño nos hace una invitación: ¿Te vienes conmigo? ¿Quieres ser mi discípulo? El apostolado es una responsabilidad porque es una respuesta a la llamada de Jesús:

EL PRÍNCIPE Y LA ESTUFA

“Me acababa de levantar, cuando lo vi entre los cristales empañados de mi ventana. Yo, a pesar de tanto abrigo, tiritaba de aburrimiento. El no estaba solo. Venía al frente de su pequeño ejército de amigos voluntarios. Nunca había contemplado a un caudillo más joven y más recio que él…

Mis ojos, cansados de soñar sin dormir, se esforzaban por no dar crédito a esa visión heroica, tan opuesta a mi vida. Temblé de rabia cobarde cuando noté que él me miraba…

Con voz fuerte, mientras su mirada amablemente se mantenía hacia mí, me preguntó:

-- “¿Te vienes conmigo?”

Como si no lo hubiera oído, casi disimulando, algo así como:

-- ¿Ehh…… Quée?

Su recia voz se oyó de nuevo:

-- ¿Que si te vienes voluntario conmigo?

Tartamudeando, débilmente respondí:

-- No, no puedo… es que estoy aquí atado…

Sí, verás, atado voluntariamente al suave y lindo calorcito de mi estufilla…

Mientras yo bostezaba, su voz –la voz de él- resonó majestuosa con la nobleza amplia de las cascadas eternas: ¡¡¡ En marcha!!! … Sus soldados, decididos y voluntarios, caminaron tras él sobre la blancura ideal de la nieve pura. Y sus huellas –las de él-, y las de ellos, quedaron impresas profundamente marcando un camino recto y nuevo hacia el sol.

Pero yo…, yo, no. He preferido quedarme aquí, detrás de los cristales empañados, atado suave, cómodamente al calorcito cercano de mi estufilla privada” (Rabindranath TAGORE)

El apostolado es una responsabilidad porque es una respuesta al mandato de Jesús: “Id por todo el mundo y anunciad el Evangelio a hombres de todos los pueblos”. Cristo no quiere que nos quedemos en el ambiente cálido de nuestras comunidades sin salir a la intemperie del mundo. Hemos de hacernos presentes en todos los ambientes sociales para anunciar a Jesucristo, para contar lo bien que nos sentimos con El, la alegría que El nos trasmite y el coraje y la audacia que nos comunica su Espíritu. Es fundamental que los cristianos no perdamos nunca la conciencia de misión. Y que tengamos muy claro que no actuamos nunca en nombre propio, sino en nombre del Señor. Ahora bien, esta actividad misionera debe comenzar por un estilo de vida, personal y comunitario, cuyo centro y fundamento esté en la meditación de la Palabra de Dios, en la frecuente participación en los sacramentos y en la contemplación del rostro de Cristo muerto y resucitado. Los pensamientos, criterios y decisiones del evangelizador han de estar fundamentados siempre en las actitudes y criterios del Maestro, porque es siempre Él quien nos llama y envía en misión.

“Vosotros sois la luz del mundo, vosotros sois la sal de la tierra”. Esta expresión nos recuerda el encargo hecho por el Señor a sus discípulos y también a nosotros. Ahora bien, para llegar a ser luz del mundo y sal de la tierra, es absolutamente necesario que los que han sido llamados permanezcan en comunión de vida y amor con Aquel, que se ha definido a sí mismo como “la luz del mundo”. Del mismo modo que el sarmiento no puede dar fruto, si no permanece unido a la vid, tampoco el cristiano podrá ser testigo de Jesucristo y dar frutos de santidad, si no mantiene la plena comunión con Él mediante la oración confiada, la participación frecuente en los sacramentos y la preocupación por su formación cristiana: «El que permanece en mí como yo en él, ese da mucho fruto, porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5).

2. El apostolado seglar una necesidad

Todavía hoy me estremecen de alegría estas expresiones del Papa Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi: "Nosotros queremos confirmar una vez más que la tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia; una tarea y una misión que los cambios amplios y profundos de la sociedad hacen cada vez más urgentes. Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar, es decir, para practicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección"[1]. Anunciar la Buena Noticia de Jesús con la vida y con las palabras es nuestro gozo, nuestra vocación. Y, dados los profundos cambios que han experimentado los hombres y mujeres de hoy, nuestra tarea más urgente.

Porque la Iglesia tiene su centro de gravedad en Jesucristo, no puede mirarse constantemente a sí misma, entretenerse en problemillas intraeclesiales, en rivalidades y celotipias entre parroquias, movimientos o asociaciones. La Iglesia ha de permanecer unida en torno a Cristo. Porque la Iglesia no tiene la misión de iluminar al mundo con la propia luz, sino con la de Jesucristo. Siendo todavía cardenal Ratzinger, el actual Papa levantó su voz para advertir: “Cuantas más vueltas de la Iglesia sobre sí misma y no tenga ojos mas que para buscar los objetivos de su supervivencia, en esa misma medida se convertirá en superflua y se debilitará, aunque disponga de grandes medios y utilice hábiles técnicas directivas y de gestión. Si no vive en ella la primacía de Dios, no puede vivir ni dar fruto”[2]. La Iglesia con frecuencia se ocupa demasiado de sí misma y no habla con fuerza y con alegría de Dios, de Jesucristo. Entretanto, el mundo no tiene sed de conocer nuestros problemas internos, sino del mensaje que ha dado origen a la Iglesia: el fuego que Jesucristo trajo a la tierra. La crisis de nuestra cultura se funda en la ausencia de Dios y tenemos que confesar que también la crisis de la Iglesia es en buena parte la consecuencia de una difundida marginación del tema de Dios. Sólo podremos ser mensajeros creíbles del Dios viviente, si este fuego se enciende en nosotros mismos. Sólo si Cristo vive en nosotros el Evangelio anunciado por nosotros mostrará la presencia de Cristo que sigue ‘tocando’ los corazones de nuestros contemporáneos.

La Iglesia, que ha recibido el encargo de manifestar al mundo el misterio del infinito amor de Dios a sus criaturas, tiene clara conciencia de que la presentación de este misterio a cada ser humano le ayuda a descubrir el sentido de su existencia, le abre a la verdad sobre su dignidad y le permite esperar con paz su destino. Consciente de ello, el papa Juan Pablo II señalaba que el “hombre es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el cumplimento de su misión: él es la primera vía fundamental de la Iglesia, vía trazada por el mismo Cristo, vía que inalterablemente pasa a través de la encarnación y de la redención” (Redemptor hominis, n. 14). El corazón humano constitutivamente esta inquieto, dentro de él anida un anhelo de plenitud que no se puede saciar con ideas, con conceptos, y ni siquiera con valores. Lo único que responde a la condición profunda del hombre es el encuentro con un gran amor, con un gran afecto que defina radicalmente la vida y que la reconduzca hacia un horizonte de libertad y no hacia una prisión. Esto no lo puede hacer una abstracción. Esto sólo lo puede hacer una Persona, un acontecimiento, un rostro concreto que nos interpela y que nos acoge de manera incondicional, absoluta. Para que el apostolado seglar sea auténticamente vitalizado necesita de hombres y mujeres concretos que tomen en serio su humanidad, que no evadan las preguntas y cuestiones que se suscitan cuando la vida se estremece. De esta manera, asumiendo una personalísima responsabilidad, tendremos que vivir el riesgo que implica transitar por un camino arduo en el que muchas voces invitan a la desesperanza, a la apatía o a la soñolencia.

3. El apostolado seglar fuente de alegría

Es, cuando menos curioso, si no asombroso, que una Papa con más de 80 años insista con una fuerza inusitada en que el Dios que nos revela Jesucristo es fuente de vida, de amor, de belleza, de alegría. Copio algunos textos suyos que merecen ser leídos y releídos porque son conmovedores: “Únicamente donde se ve a Dios, comienza realmente la vida. Sólo cuando encontramos en Cristo al Dios vivo, conocemos lo que es la vida. No somos el producto casual y sin sentido de la evolución. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario. Nada hay más hermoso que haber sido alcanzados, sorprendidos, por el Evangelio, por Cristo. Nada más bello que conocerle y comunicar a los otros la amistad con él. La tarea del pastor, del pescador de hombres, puede parecer a veces gravosa. Pero es gozosa y grande, porque en definitiva es un servicio a la alegría, a la alegría de Dios que quiere hacer su entrada en el mundo”[3]. Son palabras del Papa en la inauguración de su ministerio como sucesor de Pedro. Y añadía a continuación: “¡No tengáis miedo de Cristo! Él no quita nada, y lo da todo” con este grito invitaba a jóvenes y adultos a abrir de par en par las puertas de nuestro corazón a Jesucristo, el Hijo de Dios vivo.

“Me gustaría hacer comprender a los jóvenes –decía poco antes de salir para la Jornada Mundial de la Juventud en Colonia- que es bonito ser cristiano. Existe la idea difusa de que los cristianos debemos observar muchos mandamientos, prohibiciones, etc… agobiantes y opresivos. Yo quiero dejar claro que nos sostiene un gran Amor. Que la revelación no es un peso, sino unas alas, y que es bonito ser cristiano[4].

En su viaje a Francia declaraba: “Para nosotros, cristianos de hoy en este mundo secularizado, es importante vivir con alegría la libertad de nuestra fe, vivir la belleza de la fe, y mostrar al mundo de hoy que es bello ser creyente, que es bello conocer a Dios, Dios con un rostro humano en Jesucristo, mostrar la posibilidad de ser creyente hoy, e incluso que es necesario para la sociedad de hoy que haya hombres que conocen a Dios y que, por tanto, puedan vivir según los grandes valores que nos ha dado y contribuir a la presencia de valores que son fundamentales para la construcción y supervivencia de nuestros Estados y sociedades”[5]

“Esta es la primavera: una nueva vida de personas convencidas con el gozo de la fe. […] Podemos vivir en el futuro. Diría que si tenemos jóvenes que realmente viven la alegría de la fe y viven además la irradiación de esta alegría; tenemos entonces a un grupo de personas que le dicen al mundo ‘incluso si no podemos compartirla, si no podemos convertir a nadie en este momento, aquí está la forma para vivir el mañana’“[6].

La fe cristiana debe ser entendida y vivida como la alegría y el gozo de la Pascua. La Iglesia misma nace como alegría compartida, porque la alegría es enemiga del egoísmo y de la cerrazón en la propia satisfacción. La alegría es manantial de apertura misionera, porque es por definición invitación, convocatoria y acogida. La alegría es especialmente sensible a los que lloran o están marginados, a los excluidos y humillados. La alegría transfigura la realidad porque los ojos alegres convierten en belleza lo que miran: lo reconocen y le ofrecen hospitalidad.

No se trata de cualquier alegría o de la alegría a cualquier precio. «La alegría –manifestaba el cardenal Ratzinger en el libro-entrevista La sal de la tierra- es el elemento constitutivo del cristianismo (somos amados por Dios de modo absoluto). Alegría, no en el sentido de diversión superficial, que puede ocultar en su fondo la desesperación. Sabemos bien que el alboroto es, a menudo, una máscara de la desesperación. Me refiero a la alegría propiamente dicha, que es compatible con las dificultades de nuestra existencia… Precisamente cuando se quiere resistir al Mal, conviene no caer en un moralismo sombrío y taciturno, que no es capaz de alegrarse con nada; por el contrario, hay que mirar toda la belleza que hay y, a partir de ahí, oponer una fuerte resistencia a lo que destruye la alegría».

“¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia!” (Rom 10, 15). Con esta expresión, el apóstol Pablo, citando al profeta Isaías (Is 52, 7), nos presenta la realidad y la grandeza de la misión apostólica. En medio de tantas malas noticias de guerras, marginación, paro laboral y dificultades para el digno sustento de tantas personas, los apóstoles y la Iglesia hemos recibido la incomparable misión de anunciar al hombre de todos los tiempos una muy buena noticia, la mejor de todas: ¡Dios te ama. Cristo ha muerto por ti! Con el envío del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, la Iglesia recibe el encargo de ofrecer a todos los hombres el anuncio alegre del amor, de la misericordia entrañable y de la salvación de Dios.

Esta alegría no puede apoyarse en la ignorancia de las dificultades del momento. Ser cristiano no es ser ingenuo. Pero los obstáculos de todo tipo no nos asustan porque confiamos en la bondad de Dios y en el valor del evangelio y de la persona de Jesucristo. La Buena Noticia de Jesús vale hoy como ayer, responde a las aspiraciones más profundas de los corazones, es capaz de despertar la fe y llenar la vida de nuestros jóvenes. Con la alegría nos vendrá la confianza que necesitamos para emprender una labor apostólica verdaderamente evangelizadora, una actividad pastoral que salga de los límites de nuestra rutina y vaya a buscar gente nueva, a anunciar el evangelio a los que no frecuentan nuestros templos ni nuestras reuniones. No es soberbia ni petulancia pensar que tenemos algo importante que aportar a la vida de las personas y a la vida de la sociedad. El conocimiento de Cristo y la fe en Dios es la ayuda mejor para que haya personas felices y para la justicia y la estabilidad en nuestra sociedad. En otros países más democráticos y más laicos que el nuestro estas afirmaciones comienzan a ser reconocidas también por los políticos.

Contemplando la actuación del Maestro y dejándonos empapar por sus sentimientos, estaremos preparados para llevar a cabo la misión desde una actitud de desprendimiento, de gratitud y disponibilidad, asumiendo con gozo y paz la posibilidad de encontrarnos con rechazo y oposición. Como nos recuerda insistentemente el Evangelio, los discípulos no son más que el Maestro y, por tanto, deben estar preparados para asumir el sufrimiento, la incomprensión y la persecución, como los asumió Él mismo. En medio de todo, el discípulo no debe temer, porque el Espíritu le recordará lo que tiene que decir y el Padre cuidará de él. La única preocupación del discípulo debe ser la de vivir con fidelidad las exigencias evangélicas, asumiendo cada día la cruz de Jesús (Mt 10, 32-39).

Pensando en la urgencia de impulsar una nueva evangelización y buscando ofrecer plena liberación y salvación a todo ser humano como concreción del Reino de Dios, Juan Pablo II presentaba en Christifideles laici y en Novo millennio ineunte un conjunto de propuestas que la Iglesia y, de modo especial los cristianos laicos, “como nuevos protagonistas en las fronteras de la historia”, deberían asumir como un servicio a la persona y a la sociedad en virtud de su “índole secular”. Estas propuestas siguen teniendo plena vigencia y actualidad. Entres ellas, cabe destacar la misión de ayudar a cada ser humano a descubrir su dignidad inviolable, la de exigir el respeto de los derechos humanos. Entre estos derechos podríamos destacar el derecho sagrado a la vida desde la concepción a la muerte natural, el derecho a la libertad religiosa y de conciencia, el derecho al trabajo y a una vivienda digna... El reconocimiento efectivo de estos derechos está entre los bienes más altos y los deberes más graves de todo pueblo que verdaderamente quiera asegurar el bien de la persona y de la sociedad.

Juntamente con la defensa de estos derechos de la persona, los cristianos laicos no deben olvidar que la defensa y la promoción del matrimonio cristiano y de la familia constituyen el primer campo para su compromiso social, teniendo en cuenta el valor único e insustituible de la familia para el desarrollo de la sociedad y de la misma Iglesia. Por otra parte, ante los problemas provocados por el desequilibrio ecológico, que puede hacer inhabitables determinadas zonas del planeta, o ante los problemas de la paz constantemente amenazada por el afán de poder, por el terrorismo y por las guerras, los cristianos no podemos cerrar los ojos ni mirar en otra dirección.

En este momento de crisis económica, que afecta de un modo especial a los más desfavorecidos de la sociedad, es preciso que todos los cristianos denunciemos las injusticias sociales, busquemos el bien común e impulsemos el compromiso caritativo de todos los miembros del pueblo de Dios, como alma y apoyo de la solidaridad para con los más necesitados. Con este conjunto de propuestas y de compromisos, la Iglesia no pretende imponer a los no creyentes una exigencia de su fe o de sus convicciones religiosas, sino defender un conjunto de valores que tienen su fundamento en la naturaleza misma del ser humano.

4. Desde nuestras pobrezas, limitaciones y debilidades

La grandeza de la vocación cristiana, la responsabilidad que implica y los desafíos y tareas que tiene que afrontar, ponen a la luz la tremenda desproporción entre la misión encomendada y el peso de las propias limitaciones, pobrezas y debilidades. Pero no se trata de quedarnos paralizados y como impotentes. Es verdad que Jesús ha dicho: “sin Mí, nada podéis hacer”. Pero ha prometido: “Yo estoy con vosotros siempre hasta el fin del mundo”. El se nos hace presente con la luz, la fuerza y el consuelo del Espíritu Santo, el Consolador que Cristo nos envía desde el Padre. El transformó un día el corazón y la mente de los apóstoles y hoy hace lo mismo con nosotros, los llamados a ser testigos de la Buena Noticia en nuestro mundo.

En este sentido, es tarea fundamental saber edificar y proponer comunidades cristianas que ayuden a los fieles laicos a vivir su vocación, a educarlos en la fe, a crecer en santidad a ser protagonistas de la misión y dar testimonio de servicio en el mundo. Es decir, los fieles laicos tienen necesidad de ser atraídos e incorporados, abrazados y sostenidos, acompañados y alimentados por comunidades cristianas que sean para ellos ámbito de vida nueva, signos y reflejos del misterio de comunión, compañías fraternas y exigentes de discípulos de Cristo, método y escuelas educativos, sostén de un gran amor para la propia vida. No basta la asistencia periódica a ritos religiosos, ni referencias abstractas a la Iglesia, ni la multiplicación activista de programas e iniciativas. Son necesarios, más que nunca, ambientes comunitarios, conformes al ser de la Iglesia en sus dimensiones sacramentales, comunitarias, catequéticas y caritativas, en los cuales se pueda vivir la vocación cristiana de manera razonable, persuasiva, atractiva, exigentes hasta la radicalidad, misericordiosa y compasiva, llena de fidelidad y esperanza. A ello están llamadas a ser todas las comunidades cristianas, comenzando por las familias cristianas y las parroquias.

Consciente de las dificultades del momento presente para la evangelización, quiero agradeceros a todos los cristianos comprometidos testimonio de fe, vuestro amor a la Iglesia y vuestra inquietud evangelizadora. El Espíritu Santo, que enriquece a su Iglesia con múltiples dones y carismas, continúa actuando en el mundo y en nuestros corazones para que, desde la contemplación del amor de Dios, trabajemos por la comunión eclesial y vivamos con entusiasmo la misión. Os invito a todos a mirar con esperanza el futuro y a proseguir en el camino de la conversión personal y comunitaria al Señor. No os encerréis en cuestiones pasajeras ni os dejéis embaucar por un mundo que pierde el tiempo en discusiones estériles. Con la fuerza del Espíritu, asumid la gozosa misión de ofrecer la Buena Noticia de la salvación de Dios a todos los hombres. Y cuando surjan las dificultades y las incomprensiones, poned vuestras vidas en las manos del Señor, pedid su ayuda y seguid el ejemplo de los grandes evangelizadores para buscar el momento oportuno y la palabra adecuada para anunciar a Jesucristo.

“La extraordinaria fusión entre amor de Dios y amor al prójimo embellece la vida y hace que vuelva a florecer el desierto en el que a menudo vivimos. Donde la caridad se manifiesta como pasión por la vida y por el destino de los demás, irradiándose en los afectos y en el trabajo, y convirtiéndose en fuerza de construcción de un orden social más justo, allí se construye la civilización capaz de frenar el avance de la barbarie. Sed constructores de un mundo mejor según el ordo amoris en el que se manifiesta la belleza de la vida humana”[7].

“Me dicen con frecuencia que hay escasez de sacerdotes y no seré yo quien lo niegue; pero me parece que lo que más escasean son sacerdotes unidos a seglares formando un solo corazón y una sola alma, verdaderas células de Iglesia” (Guillermo Rovirosa)

EL CÁNTARO

Un cargador de agua en la India tenía dos grandes cántaros que colocaba en la extremidad de una vara que él llevaba al hombro.

Uno de los cántaros tenía una rajadura, mientras que el otro era perfecto y entregaba toda el agua al final del largo camino a pie, desde el arroyo hasta la casa de su patrón. Cuando llegaba, el cántaro defectuoso sólo contenía la mitad del agua. Por dos años completos sucedió esto diariamente.

El cántaro perfecto estaba muy orgulloso de su éxito. Era perfecto para los fines para que fue creado. Estaba demasiado arrogante. Mientras el pobre cántaro rajado estaba muy avergonzado de su propia imperfección y se sentía miserable porque sólo podía lograr la mitad de lo que debía hacer. Después de dos años él mismo le dijo al cargador de agua:

--Estoy avergonzado de mí mismo y quiero disculparme contigo.

--¿Por qué?, le preguntó el cargador de agua.

--Debido a mis rajaduras, sólo puedo entregar la mitad de mi carga. Debido a mis rajaduras, sólo tengo la mitad del valor que debería tener. El cargador de agua se sintió muy entristecido por el cántaro y con una gran compasión le dijo:

--Cuando regresemos a la casa del patrón quiero que note las bellísimas flores que crecen a la orilla del camino...

Así lo hizo y de hecho, vio muchísimas hermosas flores a la orilla de todo el camino, pero todavía estaba muy triste porque, al final, nuevamente sólo había logrado llevar la mitad de su carga. El cargador de agua le dijo:

--¿No te diste cuenta que las flores sólo crecen de tu lado en el camino? Siempre supe de tus rajaduras y quise sacar ventajas de ellas. Sembré flores a lo largo de todo el camino. Y, por donde pasabas, todos los días tú las regaste. Por dos años yo pude recoger estas flores para adornar la casa de mi maestro. ¡Si no fueras exactamente como eres, él no tendría esa belleza sobre su mesa!

Cada uno de nosotros tiene sus propias rajaduras. Somos cántaros que, aun con defectos, podemos adornar el camino adonde vamos. A su tiempo seremos transformados, pero mientras eso no pasa, ningún cántaro será desperdiciado o rechazado, pues Dios hace los cántaros y también sabe cómo repararlos... y solamente El hace eso....



[1] PABLO VI, EN. 14.

[2]Cardenal J. RATZINGER en La Razón 23 de abril de 2001.

[3] BENEDICTO XVI, Homilía de inauguración del ministerio petrino.

[4] BENEDICTO XVI, Entrevista en Radio Vaticano 14.08.05

[5] BENEDICTO XVI, Viaje a Francia, 2008.

[6] Cardenal RATZINGER, en el canal de televisión EWTN de USA, 24 de agosto de 2003.

[7] BENEDICTO XVI, Mensaje a los movimientos, 3 de Junio de 2006


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