jueves, 27 de octubre de 2011

ESPÍRITU de ASÍS

La oración es el camino de la paz, afirma el Papa en la víspera del Encuentro de Asís 2011





Homilía de Benedicto XVI en la celebración de la Palabra en la víspera de la Jornada de Asís (26-10-2011) La espada del que sufre construye el Reino de paz

Queridos hermanos y hermanas: Hoy la tradicional cita de la Audiencia general asume un carácter especial, al ser la víspera de la Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo, que se celebrará mañana en Asís, veinticinco años después del histórico primer encuentro convocado por el Beato Juan Pablo II.

He querido dar a esa Jornada el título de «Peregrinos de la verdad, peregrinos de la paz» para significar el compromiso que queremos renovar solemnemente –junto con los miembros de varias religiones y también con hombres no creyentes, pero buscadores sinceros de la verdad– por la promoción del bien auténtico de la Humanidad y por la construcción de la paz. Como ya he tenido ocasión de recordar, «quien camina hacia Dios no puede dejar de transmitir paz; quien construye paz no puede dejar de acercarse a Dios».

Como cristianos, estamos convencidos de que la aportación más valiosa que podemos hacer a la causa de la paz es la de la oración. Por este motivo nos reunimos hoy, como Iglesia de Roma, junto con los peregrinos presentes en la Urbe, en la escucha de la Palabra de Dios, para invocar con fe el don de la paz. El Señor puede iluminar nuestra mente y nuestros corazones y guiarnos para que seamos constructores de justicia y de reconciliación en nuestros entornos diarios y en el mundo.

En el pasaje del profeta Zacarías que acabamos de escuchar, ha resonado un anuncio lleno de esperanza y de luz (cf. Za 9, 10). Dios promete la salvación, invita a «exultar sin freno» porque dicha salvación está a punto de concretarse. Se habla de un rey: «He aquí que viene a ti tu rey: justo él y victorioso» (v. 9), pero el que se anuncia no es un rey que se presenta con poder humano, con la fuerza de las armas; no es un rey que domina con el poder político y militar; es un rey pacífico, que reina con humildad y mansedumbre ante Dios y los hombres; un rey distinto de los grandes soberanos del mundo: «Montado en un asno, en un pollino, cría de asna», dice el Profeta (ibíd.). Se manifiesta montado en el animal de la gente común, del pobre, en contraste con los carros de guerra de los ejércitos de los poderosos de la tierra. Más aún, se trata de un rey que suprimirá esos carros, quebrará los arcos de combate, proclamará la paz a las naciones (cf. v. 10).

¿Pero quién es el rey del que habla el profeta Zacarías? Trasladémonos un instante a Belén y escuchemos una vez más lo que el Ángel dice a los pastores que velaban durante la noche sus rebaños. El Ángel les anuncia una alegría que será para todo el pueblo, relacionada con un signo pobre: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 8-12). Y la multitud celestial canta: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes él se complace» (v. 14), a los hombres de buena voluntad. El nacimiento de aquel niño, que es Jesús, trae un anuncio de paz al mundo entero. Pero trasladémonos también a los momentos finales de la vida de Cristo, cuando entra en Jerusalén acogido por un gentío festivo. El anuncio del profeta Zacarías del advenimiento de un rey humilde y manso vino a la memoria de los discípulos de Jesús de especial manera tras los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección –del misterio pascual–, cuando revisaron con los ojos de la fe aquella gozosa entrada del Maestro en la Ciudad Santa. Va montado en una asna, tomada prestada (cf. Mt 21, 2-7): no va en una carroza fastuosa, ni a caballo como los grandes. No entra en Jerusalén acompañado por un poderoso ejército de carros y jinetes. Es un rey pobre, el rey de los que son los pobres de Dios. En el texto griego aparece el término praeis, que significa los ‘mansos’, los ‘pacíficos’; Jesús es el rey de los anawim, de los que tienen el corazón libre del ansia de poder y de riqueza material, de la voluntad y de la búsqueda de dominio sobre el otro. Jesús es el rey de cuantos poseen esa libertad interior que capacita para superar la avidez, el egoísmo existente en el mundo, y saben que sólo Dios es su riqueza. Jesús es rey pobre entre los pobres, manso entre cuantos quieren ser mansos. De esta forma es rey de paz, gracias al poder de Dios, que es el poder del bien, el poder del amor. Es un rey que suprimirá los carros y los caballos de combate, que quebrará los arcos de guerra; un rey que realiza la paz desde la cruz, uniendo tierra y cielo y tendiendo un puente de fraternidad entre todos los hombres. La cruz es el nuevo arco de paz, signo e instrumento de reconciliación, de perdón, de comprensión; signo de que el amor es más fuerte que toda violencia y que toda opresión, más fuerte que la muerte: el mal se vence con el bien, con el amor.

Éste es el nuevo reino de paz cuyo rey es Cristo; y es un reino que se extiende por toda la tierra. El profeta Zacarías anuncia que este rey manso, pacífico, dominará «de mar a mar y desde el Río hasta los confines de la tierra» (Za 9, 10). El reino que Cristo inaugura tiene dimensiones universales. El horizonte de este rey pobre y manso no es el de un territorio, el de un estado, sino los confines del mundo: más allá de toda barrera de raza, de lengua, de cultura, él crea comunión, crea unidad. ¿Y dónde vemos realizarse en el día de hoy ese anuncio? En la gran red de las comunidades eucarísticas que se extiende por la tierra vuelve a surgir, luminosa, la profecía de Zacarías. Se trata de un gran mosaico de comunidades en las que se hace presente el sacrificio de amor de este rey manso y pacífico; es el gran mosaico que constituye el «Reino de paz» de Jesús de mar a mar, hasta los confines del mundo; es una multitud de «islas de paz» que irradian paz. En todas partes, en todo ambiente, en toda cultura, desde las grandes ciudades con sus palacios hasta las pequeñas aldeas con sus humildes moradas; desde las imponentes catedrales hasta las pequeñas ermitas, él viene, se hace presente; y al entrar en comunión con él también los hombres se ven unidos entre sí en un solo cuerpo, superando división, rivalidades, rencores. El Señor viene en la eucaristía para sustraernos a nuestro individualismo, a nuestros particularismos que excluyen a los demás, para formar en nosotros un solo cuerpo, un solo reino de paz en un mundo dividido.

¿Pero cómo podemos construir ese reino de paz cuyo rey es Cristo? El mandato que él transmite a sus apóstoles, y a través de ellos a todos nosotros, es: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes [...]. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 19). Al igual que Jesús, los mensajeros de paz de su reino han de ponerse en camino, han de responder a su invitación. Tienen que ir, pero no con el poder de la guerra o con la fuerza del poder. En el pasaje evangélico que hemos escuchado, Jesús envía a setenta y dos discípulos a esa gran mies que es el mundo, invitándolos a rogar al Dueño de la mies para que nunca falten obreros a su mies (cf. Lc 10, 1-3); pero no los envía con medios poderosos, sino «como corderos en medio de lobos» (v. 3), sin bolsa, ni alforja, ni sandalias (cf. v. 4). Comenta San Juan Crisóstomo en una de sus Homilías: «Mientras seamos corderos, venceremos, y aun cuando nos rodeen numerosos lobos, lograremos vencerlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos derrotados, pues nos veremos privados del auxilio del pastor» (Homilía 33, 1: PG 57, 389). Los cristianos no deben ceder jamás a la tentación de convertirse en lobos en medio de lobos; el reino de paz de Cristo no se extiende con el poder, con la fuerza, con la violencia, sino con la entrega de sí, con el amor llevado hasta el extremo, incluso hacia los enemigos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la cruz, que es garantía auténtica de la victoria. Y ello entraña como consecuencia para quien desee ser discípulo del Señor, enviado suyo, estar dispuesto incluso a la pasión y al martirio, a perder su vida por él para que en el mundo triunfen el bien, el amor, la paz. Ésta es la condición para poder decir, al entrar en cualquier ambiente: «Paz a esta casa» (Lc 10, 5).

Ante la basílica de San Pedro se elevan dos grandes imágenes de los santos Pedro y Pablo, fácilmente identificables: San Pedro lleva en la mano las llaves; San Pablo sostiene una espada. Quien no conoce la historia de este último, podría pensar que se trate de un gran capitán que mandó poderosos ejércitos y sometió con la espada pueblos y naciones, ganándose fama y riqueza con sangre ajena. Sucede, en cambio, exactamente lo contrario: la espada que sostienen sus manos es el instrumento con el que fue ejecutado, con el que sufrió el martirio y derramó su sangre. El combate de Pablo no fue el de la violencia, el de la guerra, sino el del martirio por Cristo. Su única arma fue precisamente el anuncio de «Jesucristo, y éste crucificado» (1 Cor 2, 2). No se basó su predicación en «los persuasivos discursos de la sabiduría», sino en la «demostración del Espíritu y de [su] poder» (v. 4). Dedicó su vida a transmitir el mensaje de reconciliación y de paz del Evangelio, consumiendo todas sus energías para que resonara hasta los confines de la tierra. Y ésta fue su fuerza: no buscó una vida tranquila, cómoda, alejada de las dificultades y de las contrariedades, sino que se consumió por el Evangelio, se entregó por entero, sin reservas, y así se convirtió en el gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo. La espada que San Pablo sostiene entre sus manos recuerda también el poder de la verdad, que a menudo puede herir, puede hacer daño: el Apóstol se mantuvo fiel hasta el final a esa verdad, la sirvió, sufrió por ella y por ella entregó su vida. Esta misma lógica vale también para nosotros, si queremos ser portadores del reino de paz anunciado por el profeta Zacarías y realizado por Cristo: debemos estar dispuestos a pagar personalmente, a sufrir en primera persona la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del conquistador la que construye la paz, sino la espada del que sufre, del que sabe entregar su propia vida.

Queridos hermanos y hermanas: Como cristianos, queremos pedirle a Dios el don de la paz; queremos rogarle que nos haga instrumentos de su paz en un mundo que sigue desgarrado por odio, por divisiones, por egoísmos, por guerras; queremos pedirle que el encuentro de mañana en Asís favorezca el diálogo entre personas de diferente pertenencia religiosa y traiga un rayo de luz capaz de iluminar la mente y el corazón de todos los hombres, para que el rencor deje lugar al perdón, la división a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la mansedumbre, y reine así en el mundo la paz.

Amén.

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