1) Primero, hay que ser como niños. Es decir, pobres, humildes, sencillos; pues no es la comunidad eclesial como un conjunto de sabios, perfectos o selectos, sino como el conjunto de los que tratan de configurar su vida según las actitudes de humildad, sencillez, capacidad de admiración, dependencia absoluta del Padre.
2) En segundo lugar, debe ser una comunidad no de puros. Ha sido, y sigue siendo, muy dañina la tendencia al puritanismo. No podemos marginar a los que llamamos “ovejas negras”. Y aquí encajan las palabras de Jesús: hay una gradación desde una primera instancia, que se realiza de tú a tú; una segunda, en la que intervienen uno o dos hermanos, hasta llegar a la decisión de toda la comunidad. Es cierto que aplicar este procedimiento a macrocomunidades es bastante complejo. Sin embargo, es una dimensión de la vida eclesial que deberíamos recuperar. Tal vez, en lugar de “corrección” habría que utilizar el término “promoción” fraterna: es la experiencia de la vida la que nos enseña en qué momento el otro es capaz de asumir lo que le decimos, y en cuál es aconsejable callar y esperar.
3) En tercer lugar, debe ser “comunidad”. El cristianismo no es religión individualista. Sin negar la necesidad del encuentro personal con Dios, tenemos que dar un paso más hacia auténticas comunidades que viven juntas su fe, que oran en común, que comparten sus experiencias y que practican la sana costumbre de la corrección-promoción fraterna.
A todos nos preocupa el futuro de una Iglesia que queremos y con la que estamos en deuda; pero no podemos limitarnos a criticar sus fallos; hay que ir más allá y plantearnos: ¿en qué medida colaboro con esta Iglesia? Y es que el camino de la corrección-promoción fraterna empieza por cada uno de nosotros.
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