Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Concatedral de San Julián, 8 de diciembre de 2011
María, la Madre del Hijo de Dios y Madre nuestra, que siempre nos acompaña en nuestra vida, lo hace muy especialmente en el Adviento. En este tiempo, la liturgia la recuerda diariamente. Además la contempla muy especialmente en la Solemnidad de la Inmaculada, en que celebramos la preparación radical a la venida del Salvador y el feliz comienzo de la Iglesia sin mancha ni arruga, ni nada semejante.
1. El fruto del pecado
En la primera lectura se habla de rupturas y hostilidades. Adán, el hombre que ha pecado, siente miedo y vergüenza. Quiere esconderse y huir de la presencia de Dios. Dios sale al encuentro del hombre y el hombre, temeroso, huye de El. Es una situación que se repite demasiado y que, además de lamentable, resulta grotesca. Huyendo de Dios nos creemos más tranquilos, más libres, más ricos, más felices. No sabemos, pobres de nosotros, que si nos separamos de Dios nos vaciamos por dentro, nos angustiamos y nos esclavizamos. Creemos que Dios viene a reprendernos y castigarnos, que alzará su mano contra nosotros. Y no sabemos, pobres de nosotros, que Dios nos busca para estrecharnos contra su pecho, sanarnos, vestirnos con ropa de fiesta y devolvernos la libertad.
2. En María comienza la ‘nueva creación’
Lo más importante del relato del Génesis que acabamos de escuchar no es el pecado, sino la promesa. En medio de la miseria del hombre sale siempre victoriosa la misericordia de Dios. El mal es vencido, la cabeza de la serpiente es quebrantada. Dios ha querido que precisamente en la misma raza humana se encuentre la medicina contra el veneno de la serpiente por la gracia de Dios. En María comienza la 'nueva creación'. Es la Inmaculada Concepción, sin ningún defecto de origen, limpia y pura en sus raíces más profundas. Una mujer que va a ser toda para Dios, humilde y obediente, llena de gracia y de Espíritu Santo. María no permanece pasiva ante la plenitud de amor de Dios hacia ella, sino que responde con una fe y una confianza total en el Dios que la ha agraciado. María vive su existencia desde la verdad de su persona, que sólo la descubre en Dios. Como criatura, María sabe bien que nada es sin el amor de Dios y que su vida sin Dios, como toda vida humana, sólo produce vacío existencial. María sabe que está hecha para acoger y para dar, para hacerse 'donante del don donado". María sabe que la raíz y el destino de su existencia no están en sí misma, sino en Dios; Él es su esperanza; por ello vivirá siempre en Dios, para Dios y hacia Dios. Ella no es sino la hija predilecta del Padre, signo de la ternura de Dios.
María abre su mente y su corazón a Dios. Acogiendo con humildad su pequeñez, se llena de Dios. Así se convierte en madre de la libertad y de la dicha. Movida por la fe y el amor, María acepta y acoge la Palabra de Dios en su corazón y acoge al Verbo mismo de Dios en su seno virginal y pone su vida enteramente en Dios, a su servicio y el de la salvación del género humano. "Hágase en mi según tu Palabra", es su respuesta. María dice sí a la vida, dice sí al amor, a la gratuidad, a la esperanza, a la fortaleza, a la fe, a la paciencia, a lo eterno.
Los hijos de Eva podemos ser, por la misericordia de Dios, los hijos de la Nueva Eva, hijos de María, la obediente y confiada, la libre y servidora, la risueña y la llena de gracia y, sobre todo, la madre de misericordia.
3. La Inmaculada, ‘comienzo e imagen de la Iglesia’
Nos hace mucho bien recordar que María fue creada y maravillosamente preparada para ser Madre del Salvador. Nos hace mucho bien acercarnos al corazón y a la grandeza de María. El prefacio de esta fiesta nos presenta a María como "comienzo e imagen de la Iglesia". La Iglesia debe mirarse en el espejo que es María a ver si se reconoce; a ver si en el momento histórico en que vive es fermento de humanidad nueva, a ver si se ajusta en sus criterios y en su estilo de vida a las bienaventuranzas de Jesús. Llega a decir el Concilio Vaticano II que mirándole a Ella, la Iglesia, todos nosotros, se reconoce a sí misma. La Virgen María ha sido enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular. Ese resplandor ha iluminado a la Iglesia a través de los siglos que ha aprendido de la Virgen santidad y obediencia. Hemos de dejarnos llevar por el Espíritu Santo para aprender, como María de Nazaret, a obedecer a Dios, a acoger a Jesucristo. Caminemos al resplandor de la Inmaculada sin ceder al pesimismo de las miradas cortas.
4. María nos enseña a vivir el Adviento
María, la Virgen del Adviento, que se preparó de modo singular a la vendida del Hijo de Dios, nos enseña a vivir el Adviento. Por su fe en Dios, María es la madre y modelo de todos los creyentes. Dichosa por haber creído, nos muestra que la fe es nuestra dicha y nuestra victoria, porque "todo es posible al que cree" (Mc 9, 23). En María, la Iglesia y los cristianos tenemos nuestra imagen más santa. Con María, la humanidad, representada en ella, comienza a decir sí a la salvación que Dios le ofrece con la llegada del Mesías. María es la madre de la esperanza, ejemplo y esperanza para cada uno de nosotros y para la humanidad entera. En ella ha quedado bendecida toda la humanidad. María es buena noticia de Dios para la humanidad. En ella, Dios, dador de vida, irrumpe en la historia humana; Dios no deja sola y abandonada a la humanidad; Dios ama a los hombres, nos llama a su amor, nos bendice y nos ofrece salvación.
Abramos como María nuestra mente y nuestro corazón a Dios y a su amor. María nos ofrece un mensaje de amor y de esperanza en una sociedad que debe despertar para no abandonar los valores, basados en Dios. En Cristo Jesús es posible el amor y la comunión con Dios, entre los hombres y entre los pueblos.
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