Excelencia Reverendísima,
Queridos sacerdotes concelebrantes,
Queridos hermanos y hermanas en Cristo:

He acogido con mucho gusto la invitación del Señor Obispo, S.E. Mons. Manuel Sánchez, expresión de la comunión y adhesión al Santo Padre Benedicto XVI a quien tengo el honor de representar en España.

Me alegra sobre todo la pronta acogida de esta querida Diócesis a la iniciativa del Santo Padre que ha abierto a toda la Iglesia el Año de la fe con el ánimo de reavivar esta esencial virtud teologal con ocasión del 50 aniversario de la clausura del Concilio Vaticano II y el 25 aniversario del Catecismo de la Iglesia Católica. Al iniciar en la Iglesia este evento, el Santo Padre expresa su deseo de que todas las comunidades parroquiales, así como las religiosas, y todas las realidades eclesiales antiguas y nuevas, encuentren la manera de profesar públicamente el Credo (Porta Fidei).

El Santo Padre señala que “hoy sucede con frecuencia que los cristianos se preocupan mucho por las consecuencias sociales, culturales y políticas de su compromiso, al mismo tiempo que siguen considerando la fe como un presupuesto obvio de la vida común… pero hoy no parece que sea ya así en vastos sectores de la sociedad, a causa de una profunda crisis de fe que afecta a muchas personas”.  Esa “profunda crisis de fe” es la que ha movido al Papa a iniciar este Año. La “crisis”se halla en un contexto cultural, un mundo que con frecuencia en la mente, y casi siempre en la práctica, excluye la misma idea de Dios. La razón renuncia a encontrar la verdad, reducida a lo tangible. Es la tentación del materialismo y del empirismo. Todo esto desemboca, una vez perdida la fe, en un hombre que no encuentra el sentido de la vida. Pero otro peligro que acecha a la fe nace de la sobrevaloración de las emociones, haciendo de “lo que siento” criterio de autenticidad y de verdad.  Se trata de un fuerte sentimentalismo. De mil maneras se formula, en el fondo de nuestros planteamientos, el falso binomio de un subrayado desequilibrado entre mente y corazón,  que afecta a la compresión de la fe. Nos preguntamos ¿va a juzgarnos Dios por nuestra cabeza y no solamente por nuestro corazón?. Con palabras de Miguel de Unamuno, escritor y filósofo de la generación del 98, “hacer depender la consecución de la felicidad eterna de que se crea o no… de que Jesús fue Dios… o hasta siquiera de que haya Dios, resulta una monstruosidad. Un Dios humano – el único que podemos concebir – no rechazaría nunca al que no pudiese creer con la cabeza”.

Esta postura lo que niega realmente es que pueda darse, entre Dios y el hombre, una verdadera relación de comunión y de amor. La raíz de esta postura, negativa hacia la razón, hacia el compromiso real con la Palabra que se revela y que quiere darse a entender al hombre, viene a considerar que la fe no es más que un sentimiento, o una actitud de pura confianza en un Dios que siempre sorprende. Para estos, los dogmas de la fe son relativos, puramente coyunturales. Al subrayar este aspecto fiducial de la fe sin relación al logos, a la razón, suelen  presentar la docilidad de Abraham o la misma disponibilidad de María glorificada en el Evangelio “porque ha creído”. Sin embargo Abrahán, por ejemplo, no pudo haber hecho un acto de fe meritorio, dejando toda humana seguridad, si en su mente no tuviera, de algún modo, una serie de principios que le hablaban de la existencia y de la dignidad infinita del que le llamaba, el cual merecía toda fiabilidad por encima de toda razón que se transcendía así misma en la obediencia.   Abraham no pudo ser dócil a Dios que le pidió abandonar todo “saliendo sin saber a dónde iba”(Heb. 11,8), u ofrecer en sacrificio a su hijo Isaac sobre el Moria, si antes Abrahán no tuviera firme en su mente  que Dios, por ser quien es, El Shaddai, esto es, el Omnipotente, tiene que ser fiel y cumplir lo que promete, y, como el único más que suficiente, es capaz de resucitar de entre los muertos al hijo de la promesa, (Heb. 11, 19) figura de Cristo mismo. La misma Virgen María, su disponibilidad, su “Sí”, que abre las puertas de la salvación al mundo, nace del convencimiento intelectual de que “para Dios nada hay imposible”.  Por tanto, no da lo mismo la doctrina y el abandono en Dios que nos pide la fe y está en su entraña. Este abandono tiene que ser enteramente humano, libre, obsequioso, y esto no puede ser sin la intervención de una inteligencia que quiere entender y busca y admite al que es Mayor. 

S. Pablo mismo atribuye a la afirmación doctrinal una virtualidad salvífica: “si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucitó te salvarás. Por la fe llegamos a la justificación y por la profesión de los labios a la salvación”. Jesús afirma esa misma dimensión cuando dice “si no me creéis a mi, creed a las obras, para que sepáis y entendáis que el Padre está en mi y yo en mi Padre” (Jn 10, 37). Creer es aceptar el testimonio de Jesús. No es la mera aceptación de una doctrina, sino la aceptación de la doctrina porque Dios mismo la ha testificado. Es la aceptación libre del testimonio que el Dios que se revela en la historia hace de sí mismo. Por eso, creer o no creer aparece en el Nuevo Testamento como un acto cargado de responsabilidad moral. La sumisión del entendimiento humano al testimonio de Dios posee un sentido de obediencia en el que la autonomía propia de nuestra razón la sujetamos a Dios: “hacemos cautiva toda inteligencia bajo la obediencia de Cristo” (2Cor 10, 5). Es una ofrenda del entendimiento, impulsada, no por un automatismo intelectual, sino por una decisión libre. Sin la libertad, no habría responsabilidad moral ante la aceptación de la fe. Así el acto de fe se produce en el entendimiento por el impulso del amor a Dios, el cual se halla en la raíz del acto de fe.

Por eso ya el Beato Juan Pablo II, al exponer la fe, en particular el acto de fe, decía: “Al decir, “creo”, expresamos simultáneamente una doble referencia: a la persona y a la verdad; a la verdad en consideración a la persona que tiene particulares títulos de credibilidad” (Alocución 3/3/85).

Precisamente esa “consideración hacia la Persona” –Dios nuestro Señor-, es lo que hace propiamente que la fe sea realmente fe. La fe se dirige al mismo tiempo al afecto, a la voluntad y a la inteligencia. Incluye a la persona totalmente. Cuando decimos “totalmente” incluimos las dos capacidades o facultades que la constituyen, su capacidad de pensar y su capacidad de amar.

Todo esto nos permite afirmar que la fe se produce en un encuentro con el Señor, en el trascurso de una peregrinación, de un camino, y es algo que los cristianos debemos comunicar a todos para que vengan al conocimiento y el amor de Dios y se extienda así el verdadero bien entre todos los hombres llamados a la unidad congregados en la Iglesia, fin éste que tanto subrayó el último concilio cuya fecha recordamos.


1.- La fe: encuentro real, una relación con Cristo

El Año de la Fe quiere promover el encuentro personal con Jesús. Dios ha venido a nuestro auxilio y a nuestro encuentro con su mensaje en el que nos revela sus secretos. Él se abaja a hablar al hombre porque quiere levantarnos hacia Sí. En este encuentro Él, como amigo, nos descubre su vida íntima para hacernos participar de su propia felicidad, de su propia vida divina. Como amigo Él nos descubre sus secretos. Así Jesús inicia una amistad con nosotros para salvarnos.

En este encuentro, entre Jesús y  nosotros, nuestra mente se adhiere al Testimonio del Hijo de Dios impulsados por un amor inicial que señala una adhesión de voluntad. Este amor, aunque todavía no sea perfecto, hace que la razón, que tiende a regirse así misma por la propia evidencia, renuncie a su autonomía ofreciéndosela a su Señor. Como dice el Concilio Vaticano II “por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela” (Dei Verbum, 5). De esta manera el yo no se empobrece. La renuncia es la condición y raíz de un enriquecimiento. Se vive así la fe como un permanente diálogo interior con la Trinidad Santísima conduciéndonos a una intimidad de trato con Dios creciendo en el espíritu de oración.  En este diálogo con el Señor, que dura toda la vida, la fe nos pide la renuncia a gobernarnos por nosotros mismos, nos pide dejarnos conducir por nuestras propias y pobres luces y evidencias de las cosas y situaciones, impregnando todas nuestras obras de un sentido sobrenatural. La fe por tanto lleva la vida a su máxima realización en la comunión, la cual se expresa máximamente en este mundo en “el Sacramento de nuestra Fe”, la Sagrada Eucaristía. 

El Año de la fe nos hace caer en la cuenta de que esta virtud teologal nos lleva a pensar, sentir y ser como Dios siente, piensa y es. De ahí que la fe sea la raíz de la caridad y la esperanza.


2.- La fe un camino

La necesidad de la fe para salvarse se funda en el valor intrínseco del acto mismo de fe, pues Dios concede su amistad al hombre que le acepta libremente. Cuando Dios se revela  busca darnos su amistad, introducirnos en su vida.   Es por eso que quien lo acepta en su vida intelectualmente, esto es “creyendo”, le está diciendo ya que sí.  Creer es pues el primer Sí a Dios, un Sí que hace posible todo otro ofrecimiento, el cual, como dice el Papa, se vive en  abandonarse, en un in crescendo continuo, en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios” (Porta Fidei)

La fe tiene un contenido doctrinal objetivo, pero también tiene, inseparable, otro vivencial. Surge, no solo del comprender racionalmente, sino del “escuchar”. No puede ser de otra manera cuando la fe lo que hace es hacernos partícipes del conocimiento cómo Dios mismo se conoce. Hablándonos de El, Dios nos re-crea, nos enseña su verdad, que da luz a todas las cosas, y nos pide una actitud que nos dispone siempre a recibir de Dios: “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi camino”. Un camino que dura toda la vida en este mundo, una auténtica peregrinación en la que el entendimiento busca, en conversión incesante, el rostro luminoso de Dios.

Sin la fe, es imposible tener luz para ver en toda su extensión el propio egoísmo, las consecuencias del amor propio; sin la fe no es posible entonces liberar el alma de sus apegos y hacerla más disponible a la acción divina. Precisamente esa disponibilidad a la acción divina, forma parte esencial de una fe viva ya que permite dejarse plasmar por la gracia que transforma.

En este peregrinaje, y dado que el paso a la fe y su progreso no está unido sino a la gracia de Dios, pues es un don, y a la voluntad que invita al entendimiento asentir por la autoridad divina, no por la evidencia, esto conlleva dificultades que se manifiestan en la tentación y en la crisis, la cual también se agrava, no solo por la dificultad de admitir el misterio de Dios, sino también, y en muchos casos decisoriamente, por los malos pasos que se dan en el camino, y que entorpecen el encuentro con Dios. Siempre se dice que el que no vive como piensa termina pensando como vive.

Tenemos que aceptar que la oscuridad de la fe es necesaria para que el acto de fe sea libre. La misma sensación interior de “angustia” existencial que han manifestado con sinceridad hombres señeros que han declarado su ateísmo, es ya la prueba de la voz de Dios que llama e invita en su conciencia a cada hombre. Pero la fe no es el convencimiento filosófico de una verdad. Eso esconocer y saber esa verdad, pero no creerla. La fe se apoya solo en el testimonio de Dios. Por eso la superación de las dificultades en la fe exige que tomemos como punto de partida que Dios nos ha hablado y ha empeñado su autoridad en lo que nos propone creer. Los medios eficaces que nos ayudan en el camino de la fe son aquellos por los que la razón ve que la fe no es irracional, aquellos otros en los que Dios mismo interviene para invitarnos a la fe, como los son los milagros, las profecías cumplidas, la existencia misma de la Iglesia siempre tan probada y perseguida; pero, sobre todo, una lectura reflexiva del Evangelio. A través de las sagradas páginas podemos repetir en nuestras vidas la experiencia de los Apóstoles que llegaron a creer a Cristo mediante el trato personal con El, trato en el que conocieron su Persona divina y comprobaron que realmente Jesús es totalmente digno de fe. Este trato con Cristo fortalece y nos lleva a una vida profunda de oración. 

El Año de la Fe es así "es una invitación a una auténtica y renovada conversión al Señor, único Salvador del mundo que… en el misterio de su muerte y resurrección, ha revelado en plenitud el Amor que salva y llama a los hombres a la conversión de vida mediante la remisión de los pecados” (Porta Fidei). La fe exige la conversión del corazón.


3.- Compromiso Misionero de cada uno de nosotros

El Papa nos dice que "También hoy es necesario un compromiso eclesial más convencido en favor de una nueva evangelización para redescubrir la alegría de creer y volver a encontrar el entusiasmo de comunicar la fe. El compromiso misionero de los creyentes saca fuerza y vigor del descubrimiento cotidiano de su amor, que nunca puede faltar", (Porta Fidei).

Se trata  de un “compromiso convencido”  para ofrecer a todos  la invitación del Señor a aceptar su Palabra para ser sus discípulos”. Esto solo es posible si dejamos llegar a nuestro corazón el deseo que Cristo tiene de salvar a todos los hombres, para lo cual es necesario que todos vengan a su conocimiento. No hay excepciones. 

Si la fe es un encuentro que permite nuestra introducción en la vida del Amor de Cristo, ese amor, que llena nuestros corazones, nos urge a evangelizar, a dar a otros el Mensaje que hemos recibido gratuitamente. Si verdaderamente amamos a Cristo, tendremos el deseo y pondremos los medios oportunos para que todos le conozcan.  Es desde la experiencia del encuentro con Cristo desde donde brota ese celo por el bien de los otros. 

Entonces la fe aumenta, pues “crece cuando se vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia de gracia y gozo” (Porta Fidei).

Evangelizar es conducir a la “puerta de la fe”. Esta es la tarea de la iniciativa de “nueva evangelización” cuyo fin es “la transmisión de la fe cristiana”. Pero antes tenemos que recibir el Evangelio nosotros mismos. Este año es muy oportuno para reforzar las pautas que resultan y que ayudan al mismo tiempo a una vida verdaderamente cristiana. La participación regular en la Santa Misa, la confesión frecuente, la oración en momentos puntuales del día, particularmente a la mañana y a la noche, la lectura de la Sagrada Escritura, de las vidas de los santos, ejemplos vivos de fe, el estudio profundo del Catecismo, el compromiso en las obras de caridad en la parroquia, movimientos, cofradías etc. todo esto refuerza la fe. Además todos deberíamos hacer el propósito de proponer la amistad con Jesús a los que conocemos y están de alguna manera en nuestras vidas.  Al indicar algunos propósitos que nos ayuden a reforzar nuestra vida teologal, no podemos sino volver a insistir en el insustituible papel de la familia y de los profesores católicos, responsables de una acción educativa capaz de llevar al espacio de la vida pública la cuestión de Dios. Una actitud así conducirá a los fieles cristianos por aquella verdadera renovación querida por el Concilio Vaticano II, haciendo de nuestra comunidad un testigo vivo de la presencia de Jesús en medio de los hombres.

Pidamos al Señor, por intercesión de Santa María, Madre de la Iglesia que “este Año suscite en todo creyente la aspiración a confesar la fe con plenitud y renovada convicción, con confianza y esperanza”cumpliendo sus objetivos de reforzar la fe de los católicos y atraer el mundo a la fe con la fuerza de su ejemplo, particularmente en esta querida Diócesis que tan generosamente se dispone. Que así sea.