Un obispo anciano y achacoso pasó varios años en un campo de concentración en Siberia. Durante unas fiestas de Navidad tuvo que compartir una celda lóbrega y gélida con varios reclusos, también cristianos. Sufrían frío, hambre y, sobre todo, miedo, por dar testimonio de su fe. Estaban unidos entre ellos, y rezaban en común y se animaban mutuamente. Al final de las Navidades el anciano obispo escribió una carta en la que narraba las penalidades sufridas. En una postdata agregó: “Fue la Navidad más alegre de mi vida”. ¿Se trata, acaso, de un perturbado mental? Todo lo contrario. La luz y la fuerza le vinieron del Evangelio. ¿Cómo no iba a ser alegre festejar la auténtica Navidad?
Navidad, para los cristianos, es todos los días. Sólo que un día al año festejamos lo que es importante todos los días de nuestra vida. Esta fiesta no depende de que las cosas nos vayan bien o mal. Las mil heridas que el paso de la vida va dejando en nosotros no pueden robarnos la alegría profunda de haber recibido la visita del Señor. El nos trae, entre otras cosas, descubrir el ideal de la vida, su sentido más hondo, asomarnos a la capacidad redentora del dolor, el gozo que procura todo encuentro verdadero…
Navidad es siempre alegre. Con una sola condición: que acojamos la invitación del Señor a ser sus amigos. Esa alegría no nos la quita nadie. San Pedro y S. Pablo se hallaban en un calabozo sombrío -la famosa cárcel Mamertina de Roma-, sin más horizonte a la vista que el martirio. Pero escribían cartas rebosantes de amor a los cristianos, se sentían profundamente unidos a ellos por amor a Cristo. Los carceleros intuyeron que esa alegría era algo verdaderamente nuevo. “Debéis de tener–les dijeron- una fuente interna de alegría que nadie os puede quitar. ¿No podríamos nosotros participar de esa fuente...?” Se hicieron bautizar, se negaron a rendir culto al emperador y fueron martirizados. Hoy los veneramos con los nombres cristianos de San Marcos y San Marceliano.
Nuestra alegría es, sobre todo, interior y no depende de las circunstancias exteriores. Estar alegre no es lo mismo que divertirse. Ni consiste en comer hasta la extenuación o beber hasta hartarse. Es mucho más que cantar villancicos o verse rodeado de adornos navideños. Y sobrepasa el gozo entrañable de reunirnos como familia. Se trata de una alegría profunda, que refleja un estado de plenitud espiritual. San Pablo nos invita a la alegría con frecuencia: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres” (Flp 4,4). ¿Se puede mandar estar alegres? Si descubrimos que la alegría espiritual surge en nosotros cuando vemos nuestra vida rebosante de sentido, sí. Navidad significa la venida del Señor en persona. El nos ofrece su amistad. Pero depende de nosotros acogerla o rechazarla. De la Luz que es Cristo dice San Juan al comienzo de su evangelio que “vino a los suyos y los suyos no la recibieron” Este rechazo, protagonizado por los fariseos, es debido a la falta de un espíritu abierto, suficientemente humilde para aceptar la novedad de Jesús. Pero a quienes la recibieron –no lo olvidemos- les dio la posibilidad de ser y vivir como hijos de Dios. Lo más grande que cabe en la tierra.
+Manuel Sánchez Monge,
Obispo de Mondoñedo-Ferrol