Dende a parroquia vaia o noso agradecemento a Javier Luaces e a tódolos rapaces que ó longo de dous meses levaron a cabo este traballo de "chinos". Con esta tarefa recuperamos con cariño o legado que nos deixaron os nosos devanceiros, e poñemos en valor un trociño máis desta parroquia de San Sadurniño.
viernes, 25 de abril de 2008
Rematado o arranxo das lámpadas parroquiais de San Sadurniño
Dende a parroquia vaia o noso agradecemento a Javier Luaces e a tódolos rapaces que ó longo de dous meses levaron a cabo este traballo de "chinos". Con esta tarefa recuperamos con cariño o legado que nos deixaron os nosos devanceiros, e poñemos en valor un trociño máis desta parroquia de San Sadurniño.
miércoles, 23 de abril de 2008
Descubren seis nuevos sermones de san Agustín
Acaban de descubrirse en Alemania seis sermones nuevos de San Agustín. Aunque el total de los que conocemos pasa de 500, es sólo una pequeña parte de la producción homilética del Santo, sin duda la más trabajosa en su vida de obispo.
San Agustín durante su vida pronunció una gran cantidad de sermones. La gran mayoría de ellos no han llegado a nosotros, pues de los ocho mil sermones que probablemente predicó (según el cálculo que nos ofrece el especialista Hubertus Drobner), nos han llegado unos 500. En 1996 se descubrieron en
Caridad, limosna y mártires
Se trata de cuatro sermones del todo desconocidos y de dos que hasta ahora se conocían sólo en parte. Tres de estos nuevos sermones desconocidos hablan de la caridad y de la limosna. Otros dos están vinculados a fiestas de mártires; uno dedicado a las Santas Perpetua y Felicidad –tan populares en Cartago, lugar de su martirio-, y otro al no menos popular mártir cartaginés San Cipriano, en el que Agustín se lamenta del comportamiento de los fieles durante la celebración de la fiesta, pues existía la costumbre de visitar la memoria martyrum, los santuarios donde se encontraban las reliquias de los mártires, en este caso de San Cipriano, y de beber hasta embriagarse, como una forma equívoca de venerar al mártir. El último de los seis sermones trata de la resurrección de los muertos. Los sermones serán publicados en la revista austriaca Wiener Studien. Zeitschrift fuer Klassische Philologie und Patristik und lateinische Tradition, volumen 121 y 122.
Catequesis del Papa
El papa Benedicto XVI le ha dedicado a San Agustín recientemente, cinco de las catequesis que hace en las audiencias generales de los miércoles. En una de ellas ha recordado que el Santo ponía un gran interés en la predicación, aunque él hubiera preferido vivir una vida de retiro y oración: «Así, renunciando a una vida de entera meditación, Agustín aprendió, a veces con dificultad, a compartir el fruto de su inteligencia en provecho de los demás. Aprendió a comunicar su fe a la gente sencilla y a vivir así para ella, desarrollando sin cansarse una actividad generosa y pesada que el Santo de Hipona describe así en uno de sus bellísimos sermones: ‘Continuamente predicar, discutir, reprender, edificar, estar a disposición de todos, es una carga ingente, un gran peso, una inmensa carga’. Pero este peso concluye el Papa lo tomó sobre sí, sabiendo que de este modo podría estar más cerca de Cristo. Sabiendo que se llega a los otros con simplicidad y humildad; esta fue su verdadera segunda conversión».
lunes, 21 de abril de 2008
OS TRES DISCURSOS DOS PAPAS EN NACIÓNS UNIDAS
Juan Pablo II na ONU
Pablo VI na ONU
Con motivo da visita de Benedicto XVI a EEUU,
e o seu discurso en Nacións Unidas, pódenos resultar interesante a lectura dos tres discursos.
DISCURSO DE PABLO VI - 4 de octubre de1965
1. En el momento de tomar la palabra ante este auditorio único en el mundo, queremos expresar ante todo nuestra profunda gratitud a U Thant, vuestro secretario general, que ha tenido a bien invitarnos a visitar las Naciones Unidas con ocasión del vigésimo aniversario de esta organización mundial para la paz y la colaboración entre los pueblos e toda la tierra.
Damos las gracias igualmente al presidente de la Asamblea, señor Amintore Fanfani, quien, desde el día en que asumió el cargo, ha tenido para nosotros palabras tan amables.
Damos las gracias a todos los presentes por su afable acogida. A cada uno de vosotros presentamos nuestro saludo cordial y deferente.
Vuestra amistad nos ha invitado y nos admite a esta reunión; nos presentamos ante vosotros en calidad de amigo.
Además de nuestro homenaje personal, os traemos el del Segundo Concilio Ecuménico del Vaticano, reunido actualmente en Roma, y del cual son representantes eminentes los cardenales que nos acompañan.
En su nombre, como en el nuestro os deseamos a todos honor y salud.
Esta reunión, como bien comprendéis todos, reviste doble carácter: está investida a la vez de sencillez y de grandeza. De sencillez, pues quien os habla es un hombre como vosotros; es vuestro hermano, y hasta uno de los más pequeños de entre vosotros, que representáis Estados soberanos, puesto que sólo está investido —si os place, consideradnos desde ese punto de vista— de una soberanía temporal minúscula y casi simbólica el mínimo necesario para estar en libertad de ejercer su misión espiritual y asegurar a quienes tratan con él, que es independiente de toda soberanía de este mundo. No tiene ningún poder temporal, ninguna ambición de entrar en competencia con vosotros. De hecho, no tenemos nada que pedir, ninguna cuestión que plantear; a lo sumo, un deseo que formular, un permiso que solicitar: el de poder serviros en lo que esté a nuestro alcance, con desinterés, humildad y amor.
2. Esa es la primera declaración que queremos hacer. Como véis, es tan simple que puede parecer insignificante para esta Asamblea, habituada a tratar asuntos extremadamente importantes y graves. Y sin embargo, nosotros os lo decimos y todos vosotros lo sentís: este momento está lleno de una singular grandeza: es grande para nosotros, es grande para vosotros.
Para nosotros ante todo, ¡oh! sabéis bien quién somos. Y cualquiera que sea vuestra opinión sobre el Pontífice de Roma, conocéis nuestra misión: traemos un mensaje para toda la humanidad. Y lo hacemos no sólo en nuestro nombre personal y en nombre de la gran familia católica, sino también en nombre de los hermanos cristianos que comparten los sentimientos que nosotros expresamos aquí, y especialmente en nombre de quienes han tenido a bien encargarnos explícitamente de representarlos. Y así como el mensajero que al término de un largo viaje entrega la carta que le ha sido confiada así tenemos nosotros conciencia de vivir el instante privilegiado —por breve que sea— en que se cumple un anhelo que llevamos en el corazón desde hace casi veinte siglos. Sí, os acordáis. Hace mucho tiempo que llevamos con nosotros una larga historia; celebramos aquí el epílogo de un laborioso peregrinaje en busca de un coloquio con el mundo entero, desde el día en que nos fue encomendado: «Id, propagad la buena Nueva a todas las naciones! (Mt 28, 19)) . Ahora bien, vosotros representáis a todas las naciones.
Permitídnos deciros que tenemos para todos vosotros un mensaje. Sí, un feliz mensaje que transmitir a cada uno de vosotros.
3. Nuestro mensaje desea ser ante todo una ratificación moral y solemne de esta augusta Organización. Este mensaje nace de nuestra experiencia histórica. Es como "experto en humanidad" que aportamos a esta Organización el sufragio de nuestros últimos predecesores el de todo el episcopado católico y el nuestro, convencidos como estamos de que esta Organización representa el camino obligado de la civilización moderna y de la paz mundial.
Al decir esto tenemos conciencia de hacer nuestra tanto la voz de los muertos como la de los vivos; de los muertos, caídos en las terribles guerras del pasado soñando en la concordia y la paz del mundo; de los vivos que han sobrevivido a ellas que condenan de antemano en sus corazones a quienes intentan renovarlas; de otros vivos, además: las generaciones jóvenes de nuestros días que avanzan confiadas, esperando con justo derecho una humanidad mejor.
Hacemos nuestra también la voz de los pobres, de los desheredados, de los desventurados, de quienes aspiran a la justicia, a la dignidad de vivir, a la libertad, al bienestar y al progreso.
Los pueblos se vuelven a las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de concordia y paz; nos atrevemos a traer aquí, con el nuestro, su tributo de honor y esperanza, y es por eso que este momento es también grandioso para vosotros.
4. Bien lo sabemos, vosotros tenéis plena conciencia de esto, escuchad entonces la prosecución de nuestro mensaje. Este se convierte en mensaje de auspicio para el futuro: El edificio que habéis construido no deberá jamás derrumbarse, sino que debe perfeccionarse y adecuarse a las exigencias de la historia del mundo. Vosotros constituís una etapa en el desarrollo de la humanidad: en lo sucesivo es imposible retroceder, hay que avanzar.
A la pluralidad de los Estados que ya no pueden ignorarse mutuamente, vosotros ofrecéis una fórmula de convivencia extraordinariamente simple y fecunda. «Hela aquí: En primer lugar, reconocéis y distinguís unos y otros. No les dais la existencia a los Estados, pero vosotros calificáis de digna de participar en la Asamblea ordenada de los pueblos a cada una de las naciones; dais un reconocimiento de altísimo valor ético y jurídico a cada comunidad nacional soberana, garantizándole honrosa ciudadanía internacional. Y ya es un gran servicio a la causa de la humanidad éste de bien definir y honrar a los sujetos nacionales de la comunidad mundial y de clasificarlos en una situación de derecho, digna de ser reconocida y respetada por todos y de la cual puede derivarse un ordenado y estable sistema de vida internacional.
Vosotros habéis consagrado el gran principio de que las relaciones entre los pueblos deben regularse por el derecho, la justicia, la razón, los tratados, y no por la fuerza, la arrogancia, la violencia, la guerra y ni siquiera, por el miedo o el engaño.
Así tiene que ser, y permitídnos felicitaros por haber tenido el acierto de dar acceso a esta asamblea a los pueblos jóvenes, a los Estados recién llegados a la independencia y a la libertad nacionales, su presencia aquí es la prueba de la universalidad y de la magnanimidad que inspiran los principios de esta Institución.
Así tiene que ser: Este es nuestro elogio y nuestro voto que, como veis, no los formulamos desde afuera, sino que los sacamos de adentro, fundándolos en vuestra Organización: Trabajar por la fraternidad los unos con los otros.
5. Vuestros estatutos van más lejos aún, con ellos avanza nuestro mensaje. Vosotros existís y trabajáis para unir a las naciones, para asociar a los Estados. Adoptemos la fórmula: para reunir los unos con los otros. Vosotros sois una asociación.
Constituís un puente entre pueblos, sois una red de relaciones entre los Estados. Estaríamos tentados de decir que vuestra característica refleja en cierta medida en el orden temporal lo que nuestra Iglesia Católica quiere ser en el orden espiritual: única y universal. No se puede concebir nada más elevado, en el plano natural, para la construcción ideológica de la humanidad.
6. Vuestra vocación es hacer fraternizar, no a algunos pueblos sino a todos los pueblos. ¿Difícil empresa? Sin duda alguna. Pero ésa es la empresa, tal es vuestra muy noble empresa. ¿Quién no ve la necesidad de llegar así, progresivamente, a establecer una autoridad mundial que esté en condición de actuar eficazmente en el plano jurídico y político?
Aquí repetimos nuestro deseo: continuad avanzando. Diremos aún más: haced de modo que podáis traer a vuestro seno a los que se hubieran separado de vosotros. Estudiad el medio de llamar a vuestro pacto de fraternidad, con honor y con lealtad, a quienes todavía no lo comparten. Haced de modo que quienes están aún fuera deseen y merezcan la confianza común; sed entonces generosos en concedérsela. Y vosotros, que tenéis la fortuna y el honor de pertenecer a esta Asamblea de la comunidad pacífica, escuchadnos: haced de modo que nunca sea menoscabada ni traicionada esa confianza mutua que os une y os permite hacer cosas buenas y grandes.
7. La lógica de ese deseo que pertenece, cabe decir a la estructura de vuestra organización, nos lleva a completarlo con otra fórmula. Hela aquí: Que nadie, en su calidad de miembro de vuestra unión, sea superior a los demás: que no esté uno sobre el otro. Es la fórmula de la igualdad. Sabemos sin duda que hay que considerar otros factores además de la simple pertenencia a vuestro organismo. Pero la igualad también forma parte de su constitución, no porque seáis iguales, sino porque aquí estáis como iguales. Y puede que, para varios de vosotros, sea este un acto de gran virtud. Permitid que os bendigamos, Nos, el representante de una religión que logra la salvación por la humildad de su Divino Fundador. Es imposible ser hermano si no se es humilde. Pues es el orgullo, por inevitable que pueda parecer, el que provoca las tiranteces y las luchas del prestigio, del predominio, del colonialismo, del egoísmo. El orgullo es lo que destruye la fraternidad.
8. Aquí nuestro mensaje llega a su punto culminante. Negativamente primero: Es la palabra que aguardáis de nosotros y que nosotros no podemos pronunciar sin tener conciencia de su gravedad y de su solemnidad: Nunca jamás los unos contra los otros; jamás, nunca jamás. ¿No es con ese fin sobre todo que nacieron las Naciones Unidas: contra la guerra y para la paz? Escuchad las palabras de un gran desaparecido: John Kennedy, que hace cuatro años proclamaba: «La humanidad deberá poner fin a la guerra, o la guerra será quien ponga fin a la humanidad». No se necesitan largos discursos para proclamar la finalidad suprema de vuestra organización. Basta recordar que la sangre de millones de hombres, que sufrimientos inauditos e innumerables, que masacres inútiles y ruinas espantosas sancionan el pacto que os une en un juramento que debe cambiar la historia futura del mundo. ¡Nunca jamás guerra! ¡ Nunca jamás guerra! Es la paz, la paz, la que debe guiar el destino de los pueblos y de toda la humanidad.
Gracias a vosotros, gloria a vosotros, que desde hace veinte años lucháis por la paz y que hasta habéis dado ilustres victorias a esta santa causa. Gracias a vosotros y gloria a vosotros por los conflictos que habéis impedido y por los que habéis solucionado. Los resultados de vuestros esfuerzos en favor de la paz hasta estos muy últimos días merecen aun cuando no sean todavía decisivos, que Nos osemos hacernos intérpretes del mundo entero y que en su nombre os felicitemos y expresemos su gratitud.
9. Vosotros habéis cumplido, señores, y estáis cumpliendo una gran obra: Enseñar a los hombres la paz. Las Naciones Unidas son la gran escuela donde se recibe esta educación, y estamos aquí en el aula magna de esta escuela. Todo el que toma asiento aquí se convierte en alumno y llega a ser maestro en el arte de construir la paz. Y cuando salís de esta sala, el mundo os mira como a los arquitectos, los constructores de la paz.
La paz, como sabéis, no se construye solamente mediante la política y el equilibrio de las fuerzas y de los intereses. Se construye con el espíritu, las ideas, las obras de la paz.
Vosotros trabajáis en esta gran obra. Pero sólo estáis al comienzo de vuestros trabajos. ¿Llegará alguna vez el mundo a modificar la mentalidad particularista y belicosa que ha formado hasta el presente una parte tan importante de su historia? Es difícil preverlo, pero es fácil afirmar que es necesario ponerse decididamente en camino hacia la nueva historia, la historia pacífica, la que será verdadera y plenamente humana, la misma que Dios ha prometido a los hombres de buena voluntad. «Los caminos están trazados delante de vosotros: El primero es el del desarme».
10. Si queréis ser hermanos dejad caer las armas de vuestras manos: no es posible amar con armas ofensivas en las manos. Las armas, sobre todo las terribles armas que os ha dado la ciencia moderna antes aún de causar víctimas y ruinas engendran malos sueños, alimentan malos sentimientos, crean pesadillas, desafíos, negras resoluciones, exigen enormes gastos, detienen los proyectos de solidaridad y de trabajo útil, alertan la psicología de los pueblos. Mientras el hombre siga siendo el ser débil, cambiante y hasta malo, que demuestra ser con frecuencia, las armas defensivas serán, desgraciadamente, necesarias. Pero a vosotros, vuestro coraje y vuestro valor os impulsan a estudiar los medios de garantizar la seguridad de la vida internacional sin recurrir a las armas. He aquí una finalidad digna de vuestros esfuerzos. He aquí lo que los pueblos aguardan de vosotros. He aquí lo que se debe lograr. Y para ello es necesario, que aumente la confianza unánime en esta institución, que aumente su autoridad. Y el fin entonces, cabe esperarlo, se alcanzará. Ganaréis el reconocimiento de los pueblos, aliviados de los pesados gastos en armamentos y liberados de la pesadilla de la guerra siempre inminente.
Sabemos —¿cómo no alegrarnos?— que muchos de vosotros han considerado favorablemente la invitación en pro de la causa de la paz que Nos hicimos en Bombay en diciembre último a todos los Estados: consagrar a la asistencia de los países en desarrollo una parte, por lo menos, de las economías que puedan realizarse mediante la reducción de los armamentos. Renovamos aquí esta invitación, con la confianza que nos inspiran sentimientos humanitarios y generosos.
11. Hablar de humanidad y de generosidad, significa hacerse eco de otro principio constitutivo de las Naciones Unidas, su cima positiva. No sólo para conjurar los conflictos entre los Estados se trabaja aquí: es para poner a los Estados en condiciones de trabajar los unos para los otros. No podéis contentaros con facilitar la coexistencia entre los países, vais un paso mucho más adelante, digno de nuestro elogio y de nuestro apoyo: organizáis la colaboración fraternal de los pueblos. Aquí se establece un sistema de solidaridad, gracias al cual altas finalidades, en el orden de la civilización, reciben el apoyo unánime y ordenado de toda la familia de los pueblos, por el bien de todos y de cada uno. Es la mayor belleza de las Naciones Unidos, su aspecto humano más auténtico; es el ideal con que sueña la humanidad en su peregrinación a través del tiempo; es la esperanza más grande del mundo. Osaremos decir: es el reflejo del designio del Señor —designio trascendente y pleno de amor— para el progreso de la sociedad humana en la tierra, reflejo en que vemos el mensaje evangélico convertirse de celestial en terrestre. Aquí, en efecto, nos parece escuchar el eco de la voz de nuestros predecesores y, en particular, de la del Papa Juan XXIII cuyo mensaje «Pacem in Terris» halló entre vosotros una resonancia tan honrosa y significativa.
12. Lo que vosotros proclamáis aquí son los derechos y los deberes fundamentales del hombre, su dignidad y libertad y, ante todo, la libertad religiosa. Sentimos que sois los intérpretes de lo que la sabiduría humana tiene de más elevado, diríamos casi su carácter sagrado. Porque se trata, ante todo, de la vida del hombre y la vida humana es sagrada. Nadie puede osar atentar contra ella. Es en vuestra Asamblea donde el respeto de la vida, aun en lo que se refiere al gran problema de la natalidad, debe hallar su más alta expresión y su defensa más razonable. Vuestra tarea es hacer de modo que abunde el pan en la mesa de la humanidad y no auspiciar un control artificial de los nacimientos, que seria irracional, con miras a disminuir el número de convidados al banquete de la vida.
13. Mas no basta alimentar a los que tienen hambre: es necesario además, asegurar a todo hombre una vida conforme a su dignidad. Y es lo que vosotros os empeñáis en hacer. ¿No es el cumplimiento, a nuestros ojos gracias a vosotros, del anuncio profético que se aplica tan bien a vuestra institución: «Y volverán sus espadas el rejas de arado, y sus lanzas en haces» (Is 2, 4) . ¿No empleáis acaso las prodigiosas energías de la tierra y los magníficos inventos de la ciencia, no ya como instrumentos de muerte, sino como instrumentos de vida para la nueva era de la humanidad?
Sabemos con qué intensidad y con qué eficacia crecientes las Naciones Unidas y los organismos mundiales que de ella dependen trabajan para ayudar a los gobiernos que lo necesitan a acelerar su progreso económico y social.
Sabemos con qué ardor os ocupáis en vencer el analfabetismo y difundir la cultura en el mundo; en dar a los hombres una asistencia sanitaria apropiada y moderna; en poner al servicio de la humanidad los maravillosos recursos de la ciencia, la técnica, la organización. Todo esto es magnífico y merece el elogio y el apoyo de todos, incluso el nuestro.
También queríamos dar el ejemplo, aun cuando la pequeñez de nuestros medios impida apreciar su alcance práctico y cuantitativo. Queremos dar a nuestras instituciones de caridad un nuevo desarrollo para luchar contra el hambre del mundo y la satisfacción de sus necesidades principales. Así, y no en otra forma, se construye la paz.
14. Una palabra aún, señores, una última palabra. Este edificio que levantáis no descansa sobre bases puramente materiales y terrestres, porque sería entonces un edificio construido sobre arena. Descansa ante todo en nuestras conciencias. Sí, ha llegado el momento de la «conversión», de la transformación personal, de la renovación interior. Debemos habituarnos a pensar en el hambre en una forma nueva. En una forma nueva también la vida en común de los hombres; en una forma nueva, finalmente, los caminos de la historia y los destinos del mundo, según la palabra de San Pablo: «Y vestir el nuevo hambre, que es criado conforme a Dios en justicia y en santidad de verdad» (Ef 4,25).
Ha llegado la hora en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en nuestro destino común. Nunca como hay, en una época que se caracteriza por tal progreso humano, ha sido tan necesario a la conciencia moral del hombre. Porque el peligro no viene ni del progreso ni de la ciencia, que, bien utilizados, podrán, por lo contrario, resolver muchos de los graves problemas que afligen a la humanidad. El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas conquistas.
15. En una palabra: el edificio de la civilización moderna debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de sostenerlo, sino también de iluminarlo. Y esos indispensables principios de sabiduría superior no pueden descansar —así lo creemos firmemente, como sabéis— más que en la fe de Dios. ¿El Dios desconocido de que hablaba San Pablo a los atenienses en el Areópago?(Hch 17, 23) . ¿Desconocido de aquellos que, sin embargo, sin sospecharlo, le buscaban y le tenían cerca, como ocurre a tantos hombres en nuestro siglo? Para nosotros, en todo caso, y para todos aquellos que aceptan la inefable revelación que el Cristo nos ha hecho de sí mismo, es el Dios vivo, el Padre de todos los hombres
Los pueblos se vuelven a las Naciones Unidas como hacia la última esperanza de concordia y paz; nos atrevemos a traer aquí, con el nuestro, su tributo de honor y esperanza, y es por eso que este momento es también grandioso para vosotros.
DISCURSO DE JUAN PABLO II, Nueva York, 5 de octubre de 1995
Señor Presidente,
Ilustres Señoras y Señores:
1. Es un honor para mí tomar la palabra en esta Asamblea de los pueblos, para celebrar con los hombres y mujeres de todos los países, razas, lenguas y culturas, los cincuenta años de la fundación de la Organización de las Naciones Unidas. Soy plenamente consciente de que, hablando a esta respetable Asamblea, tengo la oportunidad de dirigirme, en cierto sentido, a toda la familia de los pueblos de la tierra. Mi palabra, que quiere ser signo de la estima y del interés de la Sede Apostólica y de la Iglesia Católica por esta Institución, se une de buen grado a la voz de quienes ven en la ONU la esperanza de un futuro mejor para la sociedad de los hombres.
Expreso un profundo agradecimiento, en primer lugar, al Secretario General, Doctor Boutros Boutros-Ghali, por haber alentado vivamente mi visita. Estoy también agradecido a Usted, Señor Presidente, por la cordial bienvenida con la que me ha acogido en esta eminente Reunión. Saludo asimismo a todos Ustedes y les expreso mi reconocimiento por su presencia y por su amable atención.
He venido hoy entre Ustedes con el deseo de ofrecer mi contribución a la significativa profundización sobre la historia y el papel de esta Organización, que acompaña y enriquece la celebración de este aniversario. La Santa Sede, en virtud de la misión específicamente espiritual que la hace mirar solícitamente al bien integral de cada ser humano, ha sostenido decididamente, desde el principio, los ideales y objetivos de la Organización de las Naciones Unidas. La finalidad y modo de actuación, obviamente, son diversos, pero la común preocupación por la familia humana, abre constantemente a la Iglesia y a la ONU vastas áreas de colaboración. Es este convencimiento el que orienta y anima mi reflexión de hoy. Ésta no se detendrá en cuestiones específicas sociales, políticas o económicas, sino más bien en las consecuencias que los cambios extraordinarios acaecidos en los años recientes tienen para el presente y el futuro de toda la humanidad.
Un patrimonio común de la humanidad
2. Señoras y Señores: En el umbral de un nuevo milenio somos testigos de cómo aumenta de manera extraordinaria y global la búsqueda de libertad, que es una de las grandes dinámicas de la historia del hombre. Este fenómeno no se limita a una sola parte del mundo, ni es expresión de una única cultura. Al contrario, en cada rincón de la tierra hombres y mujeres, aunque amenazados por la violencia, han afrontado el riesgo de la libertad, pidiendo que les fuera reconocido el espacio en la vida social, política y económica que les corresponde por su dignidad de personas libres. Esta búsqueda universal de libertad es verdaderamente una de las características que distinguen nuestro tiempo.
En mi anterior visita a las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979, tuve ocasión de poner de relieve cómo la búsqueda de libertad en nuestro tiempo tiene su fundamento en aquellos derechos universales de los que el hombre goza por el simple hecho de serlo. Fue precisamente la barbarie cometida contra la dignidad humana lo que llevó a la Organización de las Naciones Unidas a formular, apenas tres años después de su constitución, la Declaración Universal de los Derechos del Hombre que continúa siendo en nuestro tiempo una de las más altas expresiones de la conciencia humana. En Asia y en Africa, en América, en Oceanía y en Europa, hombres y mujeres decididos y valientes han apelado a esta Declaración para dar fuerza a las reivindicaciones de una mayor participación en la vida de la sociedad.
3. Es importante para nosotros comprender lo que podríamos llamar la estructura interior de este movimiento mundial. Una primera y fundamental "clave" de la misma nos la ofrece precisamente su carácter planetario, confirmando que existen realmente unos derechos humanos universales, enraizados en la naturaleza de la persona, en los cuales se reflejan las exigencias objetivas e imprescindibles de una ley moral universal. Lejos de ser afirmaciones abstractas, estos derechos nos dicen más bien algo importante sobre la vida concreta de cada hombre y de cada grupo social. Nos recuerdan también que no vivimos en un mundo irracional o sin sentido, sino que, por el contrario, hay una lógica moral que ilumina la existencia humana y hace posible el diálogo entre los hombres y entre los pueblos. Si queremos que un siglo de constricción deje paso a un siglo de persuasión, debemos encontrar el camino para discutir, con un lenguaje comprensible y común, acerca del futuro del hombre. La ley moral universal, escrita en el corazón del hombre, es una especie de "gramática" que sirve al mundo para afrontar esta discusión sobre su mismo futuro.
En este sentido, es motivo de seria preocupación el hecho de que hoy algunos nieguen la universalidad de los derechos humanos, así como niegan que haya una naturaleza humana común a todos. Ciertamente, no hay un único modelo de organización política y económica de la libertad humana, ya que culturas diferentes y experiencias históricas diversas dan origen, en una sociedad libre y responsable, a diferentes formas institucionales. Pero una cosa es afirmar un legítimo pluralismo de "formas de libertad", y otra cosa es negar el carácter universal o inteligible de la naturaleza del hombre o de la experiencia humana. Esta segunda perspectiva hace muy difícil, o incluso imposible, una política internacional de persuasión.
Asumir el riesgo de la libertad
4. Las dinámicas morales de la búsqueda universal de la libertad han aparecido claramente en Europa central y oriental con las revoluciones no violentas de 1989. Aquellos históricos acontecimientos, acaecidos en tiempos y lugares determinados, han ofrecido, no obstante, una lección que va más allá de los confines de un área geográfica específica. Las revoluciones no violentas de 1989 han demostrado que la búsqueda de la libertad es una exigencia ineludible que brota del reconocimiento de la inestimable dignidad y valor de la persona humana, y acompaña siempre el compromiso en su favor. El totalitarismo moderno ha sido, antes que nada, una agresión a la dignidad de la persona, una agresión que ha llegado incluso a la negación del valor inviolable de su vida. Las revoluciones de 1989 han sido posibles por el esfuerzo de hombres y mujeres valientes, que se inspiraban en una visión diversa y, en última instancia, más profunda y vigorosa: la visión del hombre como persona inteligente y libre, depositaria de un misterio que la transciende, dotada de la capacidad de reflexionar y de elegir y, por tanto, capaz de sabiduría y de virtud. Decisiva, para el éxito de aquellas revoluciones no violentas, fue la experiencia de la solidaridad social: Ante regímenes sostenidos por la fuerza de la propaganda y del terror, aquella solidaridad constituyó el núcleo moral del "poder de los no poderosos", fue una primicia de esperanza y es un aviso sobre la posibilidad que el hombre tiene de seguir, en su camino a lo largo de la historia, la vía de las más nobles aspiraciones del espíritu humano.
Mirando hoy aquellos acontecimientos desde este privilegiado observatorio mundial, es imposible no ver la coincidencia entre los valores que han inspirado aquellos movimientos populares de liberación y muchas de los obligaciones morales escritas en la Carta de las Naciones Unidas. Pienso, por ejemplo, en la obligación de "reafirmar la fe en los derechos fundamentales del hombre, en la dignidad y el valor de la persona humana"; como también en el deber de "promover el progreso social y elevar el nivel de vida dentro de un concepto más amplio de libertad" (Preámbulo). Los cincuenta y un Estados que fundaron esta Organización en 1945 encendieron verdaderamente una antorcha, cuya luz puede dispersar las tinieblas causadas por la tiranía, luz que puede indicar la vía de la libertad, de la paz y de la solidaridad.
Los derechos de las Naciones
5. La búsqueda de la libertad en la segunda mitad del Siglo XX ha comprometido no sólo a los individuos, sino también a las naciones. A cincuenta años del final de la Segunda Guerra mundial es importante recordar que aquel conflicto tuvo su origen en violaciones de los derechos de las naciones. Muchas de ellas sufrieron tremendamente por la única razón de ser consideradas "otras". Crímenes terribles fueron cometidos en nombre de doctrinas nefastas, que predicaban la "inferioridad" de algunas naciones y culturas. En un cierto sentido se puede decir que la Organización de las Naciones Unidas nació de la convicción de que semejantes doctrinas eran incompatibles con la paz; y el esfuerzo de la Carta por "preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra" (Preámbulo) implicaba seguramente el compromiso moral de defender a cada nación y cultura de agresiones injustas y violentas.
Por desgracia, incluso después del final de la Segunda Guerra mundial los derechos de las naciones han continuado siendo violados. Por poner sólo algunos ejemplos, los Estados Bálticos y amplios territorios de Ucrania y Bielorrusia fueron absorbidos por la Unión Soviética, como había sucedido ya con Armenia, Azerbaiyán y Georgia en el Caúcaso. Contemporáneamente, las llamadas "democracias populares" de Europa central y oriental perdieron de hecho su soberanía y se les exigió someterse a la voluntad que dominaba el bloque entero. El resultado de esta división artificial de Europa fue la "guerra fría", es decir, una situación de tensión internacional en la que la amenaza del holocausto nuclear estaba suspendida sobre la cabeza de la humanidad. Sólo cuando se restableció la libertad para las naciones de Europa central y oriental, la promesa de paz, que debería haber llegado con el final de la guerra, comenzó a concretarse para muchas de las víctimas de aquel conflicto.
6. La Declaración Universal de los Derechos del Hombre, adoptada en 1948, ha tratado de manera elocuente de los derechos de las personas, pero todavía no hay un análogo acuerdo internacional que afronte de modo adecuado los derechos de las naciones. Se trata de una situación que debe ser considerada atentamente, por las urgentes cuestiones que conlleva acerca de la justicia y la libertad en el mundo contemporáneo.
En realidad el problema del pleno reconocimiento de los derechos de los pueblos y de las naciones se ha presentado repetidamente a la conciencia de la humanidad, suscitando también una notable reflexión ético-jurídica. Pienso en el debate desarrollado durante el Concilio de Constanza en el siglo XV, cuando los representantes de la Academia de Cracovia, encabezados por Pawel Wlodkowic, defendieron con tesón el derecho a la existencia y a la autonomía de ciertas poblaciones europeas. Muy conocida es también la reflexión llevada a cabo, en aquella misma época, por la Universidad de Salamanca en relación con los pueblos del Nuevo Mundo. En nuestro siglo, además, ¿cómo no recordar la palabra profética de mi predecesor Benedicto XV, que en el trascurso de la Primera Guerra mundial recordaba a todos que "las naciones no mueren", e invitaba a "ponderar con conciencia serena los derechos y las justas aspiraciones de los pueblos"? (A los pueblos beligerantes y a sus jefes, 28 de julio de 1915)
7. El problema de las nacionalidades se sitúa hoy en un nuevo horizonte mundial, caracterizado por una fuerte "movilidad", que hace los mismos confines étnico-culturales de los diversos pueblos cada vez menos definidos, debido al impulso de múltiples dinamismos como las migraciones, los medios de comunicación social y la mundialización de la economía. Sin embargo, en este horizonte de universalidad vemos precisamente surgir con fuerza la acción de los particularismos étnico-culturales, casi como una necesidad impetuosa de identidad y de supervivencia, una especie de contrapeso a las tendencias homologadoras. Es un dato que no se debe infravalorar, como si fuera un simple residuo del pasado, éste requiere más bien ser analizado, para una reflexión profunda a nivel antropológico y ético-jurídico.
Esta tensión entre particular y universal se puede considerar inmanente al ser humano. La naturaleza común mueve a los hombres a sentirse, tal como son, miembros de una única gran familia. Pero por la concreta historicidad de esta misma naturaleza, están necesariamente ligados de un modo más intenso a grupos humanos concretos; ante todo la familia, después los varios grupos de pertenencia, hasta el conjunto del respectivo grupo étnico-cultural, que, no por casualidad, indicado con el término "nación" evoca el "nacer", mientras que indicado con el término "patria" ("fatherland"), evoca la realidad de la misma familia. La condición humana se sitúa así entre estos dos polos - la universalidad y la particularidad - en tensión vital entre ellos; tensión inevitable, pero especialmente fecunda si se vive con sereno equilibrio.
8. Sobre este fundamento antropológico se apoyan también los "derechos de las naciones", que no son sino los "derechos humanos" considerados a este específico nivel de la vida comunitaria. Una reflexión sobre estos derechos ciertamente no es fácil, teniendo en cuenta la dificultad de definir el concepto mismo de "nación", que no se identifica a priori y necesariamente con el de Estado. Es, sin embargo, una reflexión improrrogable, si se quieren evitar los errores del pasado y tender a un orden mundial justo.
Presupuesto de los demás derechos de una nación es ciertamente su derecho a la existencia: nadie, pues, - un Estado, otra nación, o una organización internacional - puede pensar legítimamente que una nación no sea digna de existir. Este derecho fundamental a la existencia no exige necesariamente una soberanía estatal, siendo posibles diversas formas de agregación jurídica entre diferentes naciones, como sucede por ejemplo en los Estados federales, en las Confederaciones, o en Estados caracterizados por amplias autonomías regionales. Puede haber circunstancias históricas en las que agregaciones distintas de una soberanía estatal sean incluso aconsejables, pero con la condición de que eso suceda en un clima de verdadera libertad, garantizada por el ejercicio de la autodeterminación de los pueblos. El derecho a la existencia implica naturalmente para cada nación, también el derecho a la propia lengua y cultura, mediante las cuales un pueblo expresa y promueve lo que llamaría su originaria "soberanía" espiritual. La historia demuestra que en circunstancias extremas (como aquellas que se han visto en la tierra donde he nacido), es precisamente su misma cultura lo que permite a una nación sobrevivir a la pérdida de la propia independencia política y económica. Toda nación tiene también consiguientemente derecho a modelar su vida según las propias tradiciones, excluyendo, naturalmente, toda violación de los derechos humanos fundamentales y, en particular, la opresión de las minorías. Cada nación tiene el derecho de construir el propio futuro proporcionando a las generaciones más jóvenes una educación adecuada.
Pero si los "derechos de la nación" expresan las exigencias vitales de la "particularidad", no es menos importante subrayar las exigencias de la universalidad, expresadas a través de una fuerte conciencia de los deberes que unas naciones tienen con otras y con la humanidad entera. El primero de todos es, ciertamente, el deber de vivir con una actitud de paz, de respeto y de solidaridad con las otras naciones. De este modo el ejercicio de los derechos de las naciones, equilibrado por la afirmación y la práctica de los deberes, promueve un fecundo "intercambio de dones", que refuerza la unidad entre todos los hombres.
El respeto por las diferencias
9. En los diecisiete años pasados, durante mis peregrinaciones pastorales entre las comunidades de la Iglesia católica, he podido entrar en diálogo con la rica diversidad de naciones y culturas de todas las partes del mundo. Desgraciadamente, el mundo debe aprender todavía a convivir con la diversidad, como nos han recordado dolorosamente los recientes acontecimientos en los Balcanes y en Africa central. La realidad de la "diferencia" y la peculiaridad del "otro" pueden sentirse a veces como un peso, o incluso como una amenaza. El miedo a la "diferencia", alimentado por resentimientos de carácter histórico y exacerbado por las manipulaciones de personajes sin escrúpulos, puede llevar a la negación de la humanidad misma del "otro", con el resultado de que las personas entran en una espiral de violencia de la que nadie - ni siquiera los niños - se libra. Tales situaciones nos son hoy bien conocidas, y en mi corazón y en mis oraciones están presentes en este instante de modo especial los sufrimientos de las martirizadas poblaciones de Bosnia Herzegovina.
Por amarga experiencia, por tanto, sabemos que el miedo a la "diferencia", especialmente cuando se expresa mediante un reductivo y excluyente nacionalismo que niega cualquier derecho al "otro", puede conducir a una verdadera pesadilla de violencia y de terror. Y sin embargo, si nos esforzamos en valorar las cosas con objetividad, podemos ver que, más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas no son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal. Precisamente aquí podemos identificar una fuente del respeto que es debido a cada cultura y a cada nación: toda cultura es un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de los misterios: el misterio de Dios.
10. Por tanto, nuestro respeto por la cultura de los otros está basado en nuestro respeto por el esfuerzo que cada comunidad realiza para dar respuesta al problema de la vida humana. En este contexto nos es posible constatar lo importante que es preservar el derecho fundamental a la libertad de religión y a la libertad de conciencia, como pilares esenciales de la estructura de los derechos humanos y fundamento de toda sociedad realmente libre. A nadie le está permitido conculcar estos derechos usando el poder coactivo para imponer una respuesta al misterio del hombre.
Querer ignorar la realidad de la diversidad - o, peor aún, tratar de anularla - significa excluir la posibilidad de sondear las profundidades del misterio de la vida humana. La verdad sobre el hombre es el criterio inmutable con el que todas las culturas son juzgadas, pero cada cultura tiene algo que enseñar acerca de una u otra dimensión de aquella compleja verdad. Por tanto la "diferencia", que algunos consideran tan amenazadora, puede llegar a ser, mediante un diálogo respetuoso, la fuente de una comprensión más profunda del misterio de la existencia humana.
11. En este contexto es necesario aclarar la divergencia esencial entre una forma peligrosa de nacionalismo, que predica el desprecio por las otras naciones o culturas, y el patriotismo, que es, en cambio, el justo amor por el propio país de origen. Un verdadero patriotismo nunca trata de promover el bien de la propia nación en perjuicio de otras. En efecto, esto terminaría por acarrear daño también a la propia nación, produciendo efectos perniciosos tanto para el agresor como para la víctima. El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone por tanto al verdadero patriotismo, y hoy debemos empeñarnos en hacer que el nacionalismo exacerbado no continúe proponiendo con formas nuevas las aberraciones del totalitarismo. Es un compromiso que vale, obviamente, incluso cuando se asume, como fundamento del nacionalismo, el mismo principio religioso, como por desgracia sucede en ciertas manifestaciones del llamado "fundamentalismo".
Libertad y verdad moral
12. Señoras y Señores: La libertad es la medida de la dignidad y de la grandeza del hombre. Vivir la libertad que los individuos y los pueblos buscan es un gran desafío para el crecimiento espiritual del hombre y para la vitalidad moral de las naciones. La cuestión fundamental, que hoy todos debemos afrontar, es la del uso responsable de la libertad, tanto en su dimensión personal, como social. Es necesario, por tanto, que nuestra reflexión se centre sobre la cuestión de la estructura moral de la libertad, que es la arquitectura interior de la cultura de la libertad.
La libertad no es simplemente ausencia de tiranía o de opresión, ni es licencia para hacer todo lo que se quiera. La libertad posee una "lógica" interna que la cualifica y la ennoblece: está ordenada a la verdad y se realiza en la búsqueda y en el cumplimiento de la verdad. Separada de la verdad de la persona humana, la libertad decae en la vida individual en libertinaje y en la vida política, en la arbitrariedad de los más fuertes y en la arrogancia del poder. Por eso, lejos de ser una limitación o amenaza a la libertad, la referencia a la verdad sobre el hombre, - verdad que puede ser conocida universalmente gracias a la ley moral inscrita en el corazón de cada uno - es, en realidad, la garantía del futuro de la libertad.
13. Bajo esta perspectiva se entiende que el utilitarismo, doctrina que define la moralidad no en base a lo que es bueno sino en base a lo que aporta una ventaja, sea una amenaza a la libertad de los individuos y de las naciones, e impida la construcción de una verdadera cultura de la libertad. El utilitarismo tiene consecuencias políticas a menudo negativas, porque inspira un nacionalismo agresivo, en base al cual el someter una nación más pequeña o más débil es considerado como un bien simplemente porque responde a los intereses nacionales. No menos graves son las consecuencias del utilitarismo económico, que lleva a los países más fuertes a condicionar y aprovecharse de los más débiles.
Frecuentemente estas dos formas de utilitarismo van juntas, y es un fenómeno que ha caracterizado notoriamente las relaciones entre el "Norte" y el "Sur" del mundo. Para las naciones en vías de desarrollo el alcanzar la independencia política a menudo ha comportado de hecho una dependencia económica de otros Países. Se debe subrayar que, en algunos casos, las áreas en vías de desarrollo han sufrido incluso tal retroceso que algunos Estados carecen de medios para hacer frente a las necesidades esenciales de sus pueblos. Semejantes situaciones ofenden la conciencia de la humanidad y plantean un formidable desafío moral a la familia humana. Afrontar este desafío requiere obviamente cambios tanto en las naciones en vías de desarrollo como en las económicamente más avanzadas. Si las primeras saben ofrecer garantías seguras de gestión correcta de los recursos y ayudas, así como de respeto de los derechos humanos, pasando, donde sea necesario, de formas de gobierno injustas, corruptas o autoritarias a otras de tipo participativo y democrático, ¿no es acaso verdad que de este modo se dará vía libre a los mejores recursos civiles y económicos de la propia gente? Y los países ya desarrollados, ¿no deben acaso madurar, por su parte, en esta perspectiva, actitudes no sujetas a lógicas puramente utilitaristas sino caracterizadas por sentimientos de mayor justicia y solidaridad?
Ciertamente, ilustres Señoras y Señores: Es necesario que en el panorama económico internacional se imponga un ética de la solidaridad, si se quiere que la participación, el crecimiento económico, y una justa distribución de los bienes caractericen el futuro de la humanidad. La cooperación internacional, auspiciada por la Carta de las Naciones Unidas "para la solución de problemas internacionales de carácter económico, social, cultural o humanitario" (art. 1,3), no puede ser concebida exclusivamente como ayuda o asistencia, o incluso mirando a las ventajas de contrapartida por los recursos puestos a disposición. Cuando millones de personas sufren la pobreza - que significa hambre, desnutrición, enfermedad, analfabetismo y miseria - debemos no sólo recordar que nadie tiene derecho a explotar al otro en beneficio propio, sino también y sobre todo reafirmar nuestro compromiso con la solidaridad que permite a los otros vivir en las concretas circunstancias económicas y políticas; nuestro compromiso con la creatividad, que es una característica de la persona humana y que hace posible la riqueza de las naciones.
Las Naciones Unidas y el futuro de la libertad
14. Ante estos enormes desafíos, ¿cómo no reconocer el papel que corresponde a la Organización de las Naciones Unidas? A cincuenta años de su institución, se ve aún más su necesidad, pero se ve aún mejor, conforme a la experiencia realizada, que la eficacia de este máximo instrumento de síntesis y coordinación de la vida internacional depende de la cultura y de la ética internacional en la que se basa y que expresa. Es necesario que la Organización de las Naciones Unidas se eleve cada vez más de la fría condición de institución de tipo administrativo a la de centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una "familia de naciones". El concepto de "familia" evoca inmediatamente algo que va más allá de las simples relaciones funcionales o de la mera convergencia de intereses. La familia es, por su naturaleza, una comunidad fundada en la confianza recíproca, en el apoyo mutuo y en el respeto sincero. En una auténtica familia no existe el dominio de los fuertes; al contrario, los miembros más débiles son, precisamente por su debilidad, doblemente acogidos y ayudados.
Son éstos, trasladados al nivel de la "familia de las naciones", los sentimientos que deben construir, antes aún del mero derecho, las relaciones entre los pueblos. La ONU tiene el cometido histórico, quizás epocal, de favorecer este salto de cualidad de la vida internacional, no sólo actuando como centro de mediación eficaz para la solución de los conflictos, sino también promoviendo aquellas actitudes, valores e iniciativas concretas de solidaridad que sean capaces de elevar las relaciones entre las naciones desde el nivel "organizativo" al, por así decir, "orgánico"; desde la simple "existencia con" a la "existencia para" los otros, en un fecundo intercambio de dones, ventajoso sobre todo para las naciones más débiles, pero en definitiva favorecedor de bienestar para todos.
15. Sólo con esta condición se superarán no únicamente las "guerras combatidas", sino también las "guerras frías"; no sólo la igualdad de derecho entre todos los pueblos, sino también su activa participación en la construcción de un futuro mejor; no sólo el respeto de cada una de las identidades culturales, sino su plena valorización, como riqueza común del patrimonio cultural de la humanidad. ¿No es quizás éste el ideal propuesto por la Carta de las Naciones Unidas, cuando pone como fundamento de la Organización "el principio de la igualdad soberana de todos sus Miembros" (art. 2,1), o cuando la compromete a "fomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos" (art. 1,2)? Es ésta la vía maestra que debe ser recorrida hasta el fondo, incluso con oportunas modificaciones si fuera necesario, del modelo operativo de las Naciones Unidas, para tener en cuenta todo lo que ha sucedido en este medio siglo, con el asomarse de tantos nuevos pueblos a la experiencia de la libertad en la legítima aspiración a "ser" y a "contar" más.
Que todo esto no parezca una utopía irrealizable. Es la hora de una nueva esperanza, que nos exige quitar del futuro de la política y de la vida de los hombres la hipoteca paralizante del cinismo. Nos invita a esto precisamente el aniversario que estamos celebrando, proponiéndonos de nuevo, con la idea de las "naciones unidas", una idea que habla elocuentemente de mutua confianza, de seguridad y solidaridad. Inspirados por el ejemplo de cuantos han asumido el riesgo de la libertad, ¿podríamos nosotros no acoger también el riesgo de la solidaridad, y por tanto el riesgo de la paz?
Más allá del miedo: la civilización del amor
16. Una de las mayores paradojas de nuestro tiempo es que el hombre, que ha iniciado el período que llamamos la "modernidad" con una segura afirmación de la propia "madurez" y "autonomía", se aproxima al final del siglo veinte con miedo de sí mismo, asustado por lo que él mismo es capaz de hacer, asustado ante el futuro. En realidad, la segunda mitad del siglo XX ha visto el fenómeno sin precedentes de una humanidad incierta respecto a la posibilidad misma de que haya un futuro, debido a la amenaza de una guerra nuclear. Aquel peligro, gracias a Dios, parece haberse alejado - y es necesario alejar con firmeza, a nivel universal, todo lo que lo pueda volver a acercar, si no reactivar -, pero permanece sin embargo el miedo por el futuro y del futuro.
Para que el milenio que está ya a las puertas pueda ser testigo de un nuevo auge del espíritu humano, favorecido por una auténtica cultura de la libertad, la humanidad debe aprender a vencer el miedo. Debemos aprender a no tener miedo, recuperando un espíritu de esperanza y confianza. La esperanza no es un vano optimismo, dictado por la confianza ingenua de que el futuro es necesariamente mejor que el pasado. Esperanza y confianza son la premisa de una actuación responsable y tienen su apoyo en el íntimo santuario de la conciencia, donde "el hombre está solo con Dios" (Cons. past. Gaudium et spes, 16), y por eso mismo intuye que ¡no está solo entre los enigmas de la existencia, porque está acompañado por el amor del Creador!
Esperanza y confianza podrían parecer argumentos que van más allá de los fines de las Naciones Unidas. En realidad no es así, porque las acciones políticas de las naciones, argumento principal de las preocupaciones de vuestra Organización, siempre tienen que ver también con la dimensión trascendente y espiritual de la experiencia humana, y no podrían ignorarla sin perjudicar a la causa del hombre y de la libertad humana. Todo lo que empequeñece al hombre daña la causa de la libertad. Para recuperar nuestra esperanza y confianza al final de este siglo de sufrimientos, debemos recuperar la visión del horizonte trascendente de posibilidades al cual tiende el espíritu humano.
17. Como cristiano, además, no puedo no testimoniar que mi esperanza y mi confianza se fundan en Jesucristo, de cuyo nacimiento se celebrarán los dos mil años al alba del nuevo milenio. Nosotros, los cristianos, creemos que en su Muerte y Resurrección han sido plenamente revelados el amor de Dios y su solicitud por toda la creación. Jesucristo es para nosotros Dios hecho hombre, que ha entrado en la historia de la humanidad. Precisamente por esto la esperanza cristiana respecto al mundo y su futuro se extiende a cada persona humana. No hay nada auténticamente humano que no tenga eco en el corazón de los cristianos. La fe en Cristo no nos empuja a la intolerancia, al contrario, nos obliga a mantener con los demás hombres un diálogo respetuoso. El amor por Cristo no nos aparta del interés por los demás, sino más bien nos invita a preocuparnos por ellos, sin excluir a nadie y privilegiando si acaso a los más débiles y los que sufren. Por tanto, mientras nos acercamos al bimilenario del nacimiento de Cristo, la Iglesia no pide mas que poder proponer respetuosamente este mensaje de la salvación, y promover con espíritu de caridad y servicio, la solidaridad de toda la familia humana.
Señoras y Señores: Estoy ante Ustedes, al igual que mi predecesor el Papa Pablo VI hace exactamente treinta años, no como uno que tiene poder temporal - son palabras suyas - ni como un líder religioso que invoca especiales privilegios para su comunidad. Estoy aquí ante Ustedes como un testigo: testigo de la dignidad del hombre, testigo de esperanza, testigo de la convicción de que el destino de cada nación está en las manos de la Providencia misericordiosa.
18. Debemos vencer nuestro miedo del futuro. Pero no podremos vencerlo del todo si no es juntos. La "respuesta" a aquel miedo no es la coacción, ni la represión o la imposición de un único "modelo" social al mundo entero. La respuesta al miedo que ofusca la existencia humana al final del siglo es el esfuerzo común por construir la civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, de la solidaridad, de la justicia y de la libertad. Y el "alma" de la civilización del amor es la cultura de la libertad: la libertad de los individuos y de las naciones, vivida en una solidaridad y responsabilidad oblativas.
No debemos tener miedo del futuro. No debemos tener miedo del hombre. No es casualidad que nos encontremos aquí. Cada persona ha sido creada a "imagen y semejanza" de Aquél que es el origen de todo lo que existe. Tenemos en nosotros la capacidad de sabiduría y de virtud. Con estos dones, y con la ayuda de la gracia de Dios, podemos construir en el siglo que está por llegar y para el próximo milenio una civilización digna de la persona humana, una verdadera cultura de la libertad. ¡Podemos y debemos hacerlo! Y, haciéndolo, podremos darnos cuenta de que las lágrimas de este siglo han preparado el terreno para una nueva primavera del espíritu humano.
DISCURSO DE BENEDICTO XVI, Nueva York, Viernes 18 de abril de 2008
Señor Presidente
Señoras y Señores
Al comenzar mi intervención en esta Asamblea, deseo ante todo expresarle a usted, Señor Presidente, mi sincera gratitud por sus amables palabras. Quiero agradecer también al Secretario General, el Señor Ban Ki-moon, por su invitación a visitar la Sede central de la Organización y por su cordial bienvenida. Saludo a los Embajadores y a los Diplomáticos de los Estados Miembros, así como a todos los presentes: a través de ustedes, saludo a los pueblos que representan aquí. Ellos esperan de esta Institución que lleve adelante la inspiración que condujo a su fundación, la de ser un «centro que armonice los esfuerzos de las Naciones por alcanzar los fines comunes», de la paz y el desarrollo (cf. Carta de las Naciones Unidas, art. 1.2-1.4). Como dijo el Papa Juan Pablo II en 1995, la Organización debería ser “centro moral, en el que todas las naciones del mundo se sientan como en su casa, desarrollando la conciencia común de ser, por así decir, una ‘familia de naciones’” (Discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, Nueva York, 5 de octubre de 1995, 14).
A través de las Naciones Unidas, los Estados han establecido objetivos universales que, aunque no coincidan con el bien común total de la familia humana, representan sin duda una parte fundamental de este mismo bien. Los principios fundacionales de la Organización –el deseo de la paz, la búsqueda de la justicia, el respeto de la dignidad de la persona, la cooperación y la asistencia humanitaria– expresan las justas aspiraciones del espíritu humano y constituyen los ideales que deberían estar subyacentes en las relaciones internacionales. Como mis predecesores Pablo VI y Juan Pablo II han hecho notar desde esta misma tribuna, se trata de cuestiones que la Iglesia Católica y la Santa Sede siguen con atención e interés, pues ven en vuestra actividad un ejemplo de cómo los problemas y conflictos relativos a la comunidad mundial pueden estar sujetos a una reglamentación común. Las Naciones Unidas encarnan la aspiración a “un grado superior de ordenamiento internacional” (Juan Pablo II, Sollicitudo rei socialis, 43), inspirado y gobernado por el principio de subsidiaridad y, por tanto, capaz de responder a las demandas de la familia humana mediante reglas internacionales vinculantes y estructuras capaces de armonizar el desarrollo cotidiano de la vida de los pueblos. Esto es más necesario aún en un tiempo en el que experimentamos la manifiesta paradoja de un consenso multilateral que sigue padeciendo una crisis a causa de su subordinación a las decisiones de unos pocos, mientras que los problemas del mundo exigen intervenciones conjuntas por parte de la comunidad internacional.
Ciertamente, cuestiones de seguridad, los objetivos del desarrollo, la reducción de las desigualdades locales y globales, la protección del entorno, de los recursos y del clima, requieren que todos los responsables internacionales actúen conjuntamente y demuestren una disponibilidad para actuar de buena fe, respetando la ley y promoviendo la solidaridad con las regiones más débiles del planeta. Pienso particularmente en aquellos Países de África y de otras partes del mundo que permanecen al margen de un auténtico desarrollo integral, y corren por tanto el riesgo de experimentar sólo los efectos negativos de la globalización. En el contexto de las relaciones internacionales, es necesario reconocer el papel superior que desempeñan las reglas y las estructuras intrínsecamente ordenadas a promover el bien común y, por tanto, a defender la libertad humana. Dichas reglas no limitan la libertad. Por el contrario, la promueven cuando prohíben comportamientos y actos que van contra el bien común, obstaculizan su realización efectiva y, por tanto, comprometen la dignidad de toda persona humana. En nombre de la libertad debe haber una correlación entre derechos y deberes, por la cual cada persona está llamada a asumir la responsabilidad de sus opciones, tomadas al entrar en relación con los otros. Aquí, nuestro pensamiento se dirige al modo en que a veces se han aplicado los resultados de los descubrimientos de la investigación científica y tecnológica. No obstante los enormes beneficios que la humanidad puede recabar de ellos, algunos aspectos de dicha aplicación representan una clara violación del orden de la creación, hasta el punto en que no solamente se contradice el carácter sagrado de la vida, sino que la persona humana misma y la familia se ven despojadas de su identidad natural. Del mismo modo, la acción internacional dirigida a preservar el entorno y a proteger las diversas formas de vida sobre la tierra no ha de garantizar solamente un empleo racional de la tecnología y de la ciencia, sino que debe redescubrir también la auténtica imagen de la creación. Esto nunca requiere optar entre ciencia y ética: se trata más bien de adoptar un método científico que respete realmente los imperativos éticos.
El reconocimiento de la unidad de la familia humana y la atención a la dignidad innata de cada hombre y mujer adquiere hoy un nuevo énfasis con el principio de la responsabilidad de proteger. Este principio ha sido definido sólo recientemente, pero ya estaba implícitamente presente en los orígenes de las Naciones Unidas y ahora se ha convertido cada vez más en una característica de la actividad de la Organización. Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre. Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales. La acción de la comunidad internacional y de sus instituciones, dando por sentado el respeto de los principios que están a la base del orden internacional, no tiene por qué ser interpretada nunca como una imposición injustificada y una limitación de soberanía. Al contrario, es la indiferencia o la falta de intervención lo que causa un daño real. Lo que se necesita es una búsqueda más profunda de los medios para prevenir y controlar los conflictos, explorando cualquier vía diplomática posible y prestando atención y estímulo también a las más tenues señales de diálogo o deseo de reconciliación.
El principio de la “responsabilidad de proteger” fue considerado por el antiguo ius gentium como el fundamento de toda actuación de los gobernadores hacia los gobernados: en tiempos en que se estaba desarrollando el concepto de Estados nacionales soberanos, el fraile dominico Francisco de Vitoria, calificado con razón como precursor de la idea de las Naciones Unidas, describió dicha responsabilidad como un aspecto de la razón natural compartida por todas las Naciones, y como el resultado de un orden internacional cuya tarea era regular las relaciones entre los pueblos. Hoy como entonces, este principio ha de hacer referencia a la idea de la persona como imagen del Creador, al deseo de una absoluta y esencial libertad. Como sabemos, la fundación de las Naciones Unidas coincidió con la profunda conmoción experimentada por la humanidad cuando se abandonó la referencia al sentido de la trascendencia y de la razón natural y, en consecuencia, se violaron gravemente la libertad y la dignidad del hombre. Cuando eso ocurre, los fundamentos objetivos de los valores que inspiran y gobiernan el orden internacional se ven amenazados, y minados en su base los principios inderogables e inviolables formulados y consolidados por las Naciones Unidas. Cuando se está ante nuevos e insistentes desafíos, es un error retroceder hacia un planteamiento pragmático, limitado a determinar “un terreno común”, minimalista en los contenidos y débil en su efectividad.
La referencia a la dignidad humana, que es el fundamento y el objetivo de la responsabilidad de proteger, nos lleva al tema sobre el cual hemos sido invitados a centrarnos este año, en el que se cumple el 60° aniversario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre. El documento fue el resultado de una convergencia de tradiciones religiosas y culturales, todas ellas motivadas por el deseo común de poner a la persona humana en el corazón de las instituciones, leyes y actuaciones de la sociedad, y de considerar a la persona humana esencial para el mundo de la cultura, de la religión y de la ciencia. Los derechos humanos son presentados cada vez más como el lenguaje común y el sustrato ético de las relaciones internacionales. Al mismo tiempo, la universalidad, la indivisibilidad y la interdependencia de los derechos humanos sirven como garantía para la salvaguardia de la dignidad humana. Sin embargo, es evidente que los derechos reconocidos y enunciados en la Declaración se aplican a cada uno en virtud del origen común de la persona, la cual sigue siendo el punto más alto del designio creador de Dios para el mundo y la historia. Estos derechos se basan en la ley natural inscrita en el corazón del hombre y presente en las diferentes culturas y civilizaciones. Arrancar los derechos humanos de este contexto significaría restringir su ámbito y ceder a una concepción relativista, según la cual el sentido y la interpretación de los derechos podrían variar, negando su universalidad en nombre de los diferentes contextos culturales, políticos, sociales e incluso religiosos. Así pues, no se debe permitir que esta vasta variedad de puntos de vista oscurezca no sólo el hecho de que los derechos son universales, sino que también lo es la persona humana, sujeto de estos derechos.
La vida de la comunidad, tanto en el ámbito interior como en el internacional, muestra claramente cómo el respeto de los derechos y las garantías que se derivan de ellos son las medidas del bien común que sirven para valorar la relación entre justicia e injusticia, desarrollo y pobreza, seguridad y conflicto. La promoción de los derechos humanos sigue siendo la estrategia más eficaz para extirpar las desigualdades entre Países y grupos sociales, así como para aumentar la seguridad. Es cierto que las víctimas de la opresión y la desesperación, cuya dignidad humana se ve impunemente violada, pueden ceder fácilmente al impulso de la violencia y convertirse ellas mismas en transgresoras de la paz. Sin embargo, el bien común que los derechos humanos permiten conseguir no puede lograrse simplemente con la aplicación de procedimientos correctos ni tampoco a través de un simple equilibrio entre derechos contrapuestos. La Declaración Universal tiene el mérito de haber permitido confluir en un núcleo fundamental de valores y, por lo tanto, de derechos, a diferentes culturas, expresiones jurídicas y modelos institucionales. No obstante, hoy es preciso redoblar los esfuerzos ante las presiones para reinterpretar los fundamentos de la Declaración y comprometer con ello su íntima unidad, facilitando así su alejamiento de la protección de la dignidad humana para satisfacer meros intereses, con frecuencia particulares. La Declaración fue adoptada como un “ideal común” (preámbulo) y no puede ser aplicada por partes separadas, según tendencias u opciones selectivas que corren simplemente el riesgo de contradecir la unidad de la persona humana y por tanto la indivisibilidad de los derechos humanos.
La experiencia nos enseña que a menudo la legalidad prevalece sobre la justicia cuando la insistencia sobre los derechos humanos los hace aparecer como resultado exclusivo de medidas legislativas o decisiones normativas tomadas por las diversas agencias de los que están en el poder. Cuando se presentan simplemente en términos de legalidad, los derechos corren el riesgo de convertirse en proposiciones frágiles, separadas de la dimensión ética y racional, que es su fundamento y su fin. Por el contrario, la Declaración Universal ha reforzado la convicción de que el respeto de los derechos humanos está enraizado principalmente en la justicia que no cambia, sobre la cual se basa también la fuerza vinculante de las proclamaciones internacionales. Este aspecto se ve frecuentemente desatendido cuando se intenta privar a los derechos de su verdadera función en nombre de una mísera perspectiva utilitarista. Puesto que los derechos y los consiguientes deberes provienen naturalmente de la interacción humana, es fácil olvidar que son el fruto de un sentido común de la justicia, basado principalmente sobre la solidaridad entre los miembros de la sociedad y, por tanto, válidos para todos los tiempos y todos los pueblos. Esta intuición fue expresada ya muy pronto, en el siglo V, por Agustín de Hipona, uno de los maestros de nuestra herencia intelectual. Decía que la máxima no hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti “en modo alguno puede variar, por mucha que sea la diversidad de las naciones” (De doctrina christiana, III, 14). Por tanto, los derechos humanos han de ser respetados como expresión de justicia, y no simplemente porque pueden hacerse respetar mediante la voluntad de los legisladores.
Señoras y Señores, con el transcurrir de la historia surgen situaciones nuevas y se intenta conectarlas a nuevos derechos. El discernimiento, es decir, la capacidad de distinguir el bien del mal, se hace más esencial en el contexto de exigencias que conciernen a la vida misma y al comportamiento de las personas, de las comunidades y de los pueblos. Al afrontar el tema de los derechos, puesto que en él están implicadas situaciones importantes y realidades profundas, el discernimiento es al mismo tiempo una virtud indispensable y fructuosa.
Así, el discernimiento muestra cómo el confiar de manera exclusiva a cada Estado, con sus leyes e instituciones, la responsabilidad última de conjugar las aspiraciones de personas, comunidades y pueblos enteros puede tener a veces consecuencias que excluyen la posibilidad de un orden social respetuoso de la dignidad y los derechos de la persona. Por otra parte, una visión de la vida enraizada firmemente en la dimensión religiosa puede ayudar a conseguir dichos fines, puesto que el reconocimiento del valor trascendente de todo hombre y toda mujer favorece la conversión del corazón, que lleva al compromiso de resistir a la violencia, al terrorismo y a la guerra, y de promover la justicia y la paz. Además, esto proporciona el contexto apropiado para ese diálogo interreligioso que las Naciones Unidas están llamadas a apoyar, del mismo modo que apoyan el diálogo en otros campos de la actividad humana. El diálogo debería ser reconocido como el medio a través del cual los diversos sectores de la sociedad pueden articular su propio punto de vista y construir el consenso sobre la verdad en relación a los valores u objetivos particulares. Pertenece a la naturaleza de las religiones, libremente practicadas, el que puedan entablar autónomamente un diálogo de pensamiento y de vida. Si también a este nivel la esfera religiosa se mantiene separada de la acción política, se producirán grandes beneficios para las personas y las comunidades. Por otra parte, las Naciones Unidas pueden contar con los resultados del diálogo entre las religiones y beneficiarse de la disponibilidad de los creyentes para poner sus propias experiencias al servicio del bien común. Su cometido es proponer una visión de la fe, no en términos de intolerancia, discriminación y conflicto, sino de total respeto de la verdad, la coexistencia, los derechos y la reconciliación.
Obviamente, los derechos humanos deben incluir el derecho a la libertad religiosa, entendido como expresión de una dimensión que es al mismo tiempo individual y comunitaria, una visión que manifiesta la unidad de la persona, aun distinguiendo claramente entre la dimensión de ciudadano y la de creyente. La actividad de las Naciones Unidas en los años recientes ha asegurado que el debate público ofrezca espacio a puntos de vista inspirados en una visión religiosa en todas sus dimensiones, incluyendo la de rito, culto, educación, difusión de informaciones, así como la libertad de profesar o elegir una religión. Es inconcebible, por tanto, que los creyentes tengan que suprimir una parte de sí mismos –su fe– para ser ciudadanos activos. Nunca debería ser necesario renegar de Dios para poder gozar de los propios derechos. Los derechos asociados con la religión necesitan protección sobre todo si se los considera en conflicto con la ideología secular predominante o con posiciones de una mayoría religiosa de naturaleza exclusiva. No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan la construcción del orden social. A decir verdad, ya lo están haciendo, por ejemplo, a través de su implicación influyente y generosa en una amplia red de iniciativas, que van desde las universidades a las instituciones científicas, escuelas, centros de atención médica y a organizaciones caritativas al servicio de los más pobres y marginados. El rechazo a reconocer la contribución a la sociedad que está enraizada en la dimensión religiosa y en la búsqueda del Absoluto –expresión por su propia naturaleza de la comunión entre personas– privilegiaría efectivamente un planteamiento individualista y fragmentaría la unidad de la persona.
Mi presencia en esta Asamblea es una muestra de estima por las Naciones Unidas y es considerada como expresión de la esperanza en que la Organización sirva cada vez más como signo de unidad entre los Estados y como instrumento al servicio de toda la familia humana. Manifiesta también la voluntad de la Iglesia Católica de ofrecer su propia aportación a la construcción de relaciones internacionales en un modo en que se permita a cada persona y a cada pueblo percibir que son un elemento capaz de marcar la diferencia. Además, la Iglesia trabaja para obtener dichos objetivos a través de la actividad internacional de la Santa Sede, de manera coherente con la propia contribución en la esfera ética y moral y con la libre actividad de los propios fieles. Ciertamente, la Santa Sede ha tenido siempre un puesto en las asambleas de las Naciones, manifestando así el propio carácter específico en cuanto sujeto en el ámbito internacional. Como han confirmado recientemente las Naciones Unidas, la Santa Sede ofrece así su propia contribución según las disposiciones de la ley internacional, ayuda a definirla y a ella se remite.
Las Naciones Unidas siguen siendo un lugar privilegiado en el que la Iglesia está comprometida a llevar su propia experiencia “en humanidad”, desarrollada a lo largo de los siglos entre pueblos de toda raza y cultura, y a ponerla a disposición de todos los miembros de la comunidad internacional. Esta experiencia y actividad, orientadas a obtener la libertad para todo creyente, intentan aumentar también la protección que se ofrece a los derechos de la persona. Dichos derechos están basados y plasmados en la naturaleza trascendente de la persona, que permite a hombres y mujeres recorrer su camino de fe y su búsqueda de Dios en este mundo. El reconocimiento de esta dimensión debe ser reforzado si queremos fomentar la esperanza de la humanidad en un mundo mejor, y crear condiciones propicias para la paz, el desarrollo, la cooperación y la garantía de los derechos de las generaciones futuras.
En mi reciente Encíclica Spe salvi, he subrayado “que la búsqueda, siempre nueva y fatigosa, de rectos ordenamientos para las realidades humanas es una tarea de cada generación” (n. 25). Para los cristianos, esta tarea está motivada por la esperanza que proviene de la obra salvadora de Jesucristo. Precisamente por eso la Iglesia se alegra de estar asociada con la actividad de esta ilustre Organización, a la cual está confiada la responsabilidad de promover la paz y la buena voluntad en todo el mundo. Queridos amigos, os doy las gracias por la oportunidad de dirigirme hoy a vosotros y prometo la ayuda de mis oraciones para el desarrollo de vuestra noble tarea.
Antes de despedirme de esta ilustre Asamblea, quisiera expresar mis mejores deseos, en las lenguas oficiales, a todas las Naciones representadas en ella:
Peace and Prosperity with God’s help!
Paix et prospérité, avec l’aide de Dieu!
Paz y prosperidad con la ayuda de Dios!
سَلامٌ وَإزْدِهَارٌ بعَوْن ِ الله ِ!
因著天主的幫助願大家 得享平安和繁榮 !
Мира и благоденствия с помощью Боҗией!
Muchas gracias.